Futuros

Ir a la universidad en Paraguay puede ser una carrera de vida o muerte

En Puerto Casado, dos estudiantes cruzan un río en un bote pequeño para ir a la universidad. Es la única manera de seguir una carrera. ¿Vale la pena poner en juego la vida para estudiar?

Reportaje Jazmín Acuña · Edición Patricia Benítez · Fotografía Nicolás Sáenz ·

Cuando son las tres de la tarde, Christian Quiñónez dice chau, toma un recipiente lleno de combustible y se dirige hacia la costa del río Paraguay, donde lo espera su bote para ir a la universidad. Nada raro para él, su familia y los habitantes de Puerto Casado, un distrito del Chaco paraguayo a 650 kilómetros al norte de Asunción, la capital de Paraguay. Nada extraordinario para quienes están habituados a que tanto el cajero automático más próximo como la universidad más cercana se encuentren a 20 kilómetros. Pero del otro lado el río.

El ritual cotidiano inicia cuando el reloj marca las tres de la tarde y Quiñónez abraza a sus hijos. James, de un año de edad, nombrado en devoción al colombiano goleador del Mundial de Brasil 2014, dilata la despedida con una artimaña difícil de evadir. Se aferra a su padre con los brazos, las piernas y el cuerpito entero. Le suplica que no se vaya y llora. Bastante.

Jonás, de tres años, llamado como el profeta tragado por una ballena, tampoco consiente el adiós pero contiene las lágrimas. Es el hermano mayor y se ha acostumbrado a la idea: papá irá a la facultad a estudiar como lo hizo ayer y como lo hará mañana. Como lo hace cada lunes, martes, miércoles y jueves. Luego volverá y la vida continuará feliz. Esta es la oración que Christian Quiñónez, un hombre alto, de facciones duras y sonrisa cordial, repite a sus dos hijos y a sí mismo cada vez que son las tres de la tarde. Solo Estefanía González, su compañera y madre de James y Jonás percibe el alcance de los temores de Christian. Cada partida inquieta a ambos. Y no se trata de un mal presagio ni de un miedo absurdo. Todos saben de lo que es capaz de hacer el río a quien se atreve a cruzarlo.

Christian Quiñónez y Éver Pereira van de lunes a jueves a una universidad privada ubicada en Vallemí. Para llegar, deben cruzar un río en un pequeño bote.

Los inicios de un latifundio

De lunes a viernes, entre las siete de la mañana y la una de la tarde, Christian Quinónez trabaja como secretario en el Juzgado de Paz de Puerto Casado, la ciudad que en Google Maps aparece como La Victoria, pero que debe su nombre a Carlos Casado del Alisal, un español que en 1889 se convirtió en el dueño de todo aquello al comprar más de cinco millones de hectáreas de tierras fiscales. Poco más que las superficies en metros cuadrados de Costa Rica, Eslovaquia, Suiza o Bélgica.

En estas tierras, ubicadas cerca de la frontera con Brasil, Casado estableció la primera empresa de extracción de tanino de América, una sustancia que por entonces era muy codiciada debido a su capacidad de convertir pieles de animales en cuero. La fuente de este poderoso astringente natural se encontraba en la corteza del quebracho, un árbol nativo de Sudamérica que entonces revestía gran parte del territorio que Carlos Casado había adquirido, con paraguayos e indígenas adentro.

En las primeras décadas del siglo XX, la explotación de los bosques de quebracho hizo que Puerto Casado creciera como nunca antes. La energía eléctrica llegó allí incluso antes que a la capital del país gracias a un sistema de autoalimentación: el aserrín del quebracho triturado alimentaba el fuego que hacía que el agua hirviera y se produzca así la energía requerida por la fábrica. El excedente de energía era distribuido a las viviendas de los empleados de alto rango, extranjeros provenientes de Argentina, Alemania, Hungría y otros países.

El pueblo entero, o al menos gran parte de él, trabajaba en la empresa, en cuya jerarquía los cuadros más bajos pertenecían a los paraguayos, que si bien no ocupaban puestos de mando, adquirían habilidades administrativas y contables. En las categorías inferiores se encontraban los peones y los trabajadores del obraje, puestos generalmente atribuidos a indígenas de varias etnias provenientes de otras zonas del Chaco y asentadas en Casado. Así lo cuenta Valentina Bonifacio, una antropóloga italiana que lleva años investigando la historia de Puerto Casado.

La actual población es de poco más de siete mil habitantes de Puerto Casado y son en su mayoría descendientes de trabajadores de la antigua empresa. La casa de paredes blancas y amplio patio que Christian Quiñónez se dispone a abandonar, cada vez que el reloj marca las tres de la tarde, se sostiene gracias a una estructura de voluminosas columnas, troncos de aquel árbol cuya madera era tan dura que quebraba hachas, de ahí su nombre: quebracho.

El techo bajo el cual creció, y donde hoy vive junto con su familia, es fruto del trabajo de su padre y la herencia de un periodo de abundancia dentro del latifundio. Pero a diferencia de su padre, ex herrero en la antigua firma, Christian no conoció el tanino ni vio funcionar el ferrocarril que la empresa construyó en 1927 para trasladar los rollos de madera desde el bosque hasta la fábrica.

El traslado en su propio bote le cuesta a Christian Quiñónez 1 dólar. La alternativa sería una balsa de una empresa privada que cobra 15 veces más que el transporte público de Asunción.

El viaje a la universidad

En Puerto Casado hoy no existe universidad pública ni privada. Por eso, para Christian Quiñónez, funcionario del Juzgado de Paz de la ciudad y estudiante de tercer año de la carrera de Derecho, la única esperanza de recibir un título universitario se encuentra al otro lado del río, en la ciudad de Vallemí, departamento de Concepción. Hasta ahí cruza de lunes a jueves acompañado de su viejo amigo Éver Pereira, con quien ya compartió aula durante la secundaria. Ambos asisten a la filial de la Universidad María Serrana, una institución privada creada en 2009. Pero sus carreras aún no cuentan con la acreditación de la Agencia Nacional de Evaluación y Acreditación de la Educación Superior (Aneaes), que otorga una garantía de calidad.

Si hubiera podido escoger, Quiñónez iría a una universidad pública. «El sueño del que quiere profesionalizarse es ir a la Universidad Nacional de Asunción», dice como obviedad. Pero en su experiencia, querer casi nunca es poder. La universidad pública más cercana a él es la Universidad Nacional de Concepción, situada en la ciudad del mismo nombre, a poco más de 200 kilómetros de su pueblo.

La oferta de educación terciaria pública en Paraguay es limitada. Hay siete universidades públicas en todo el país con filiales repartidas en algunas ciudades. Mientras, existen 47 universidades privadas con un altísimo número de sucursales en todo el territorio. Además, la mayoría de la población, por lo general, no puede estudiar en universidades públicas por varias razones. Los costos de ingreso son altos y los horarios de algunas carreras impiden trabajar de manera paralela a los estudios, una obligación para quienes necesitan ganar dinero para sostenerse.

En un día radiante, sin nubes o vientos que amenacen tormenta, la travesía de ida a Vallemí dura al menos una hora y treinta minutos. Aun con el clima a favor, la inmensidad del río Paraguay en confluencia con el río Apa y los magníficos cerros que bordean el trayecto, no siempre es un viaje de placer. El ensordecedor sonido del motor del bote sumerge a los viajantes en la solitaria contemplación de un entorno natural que resulta fascinante para quien lo ve por primera vez, pero que aburre cuando se vuelve rutina. «Nos sentamos y tovasy (caras serias), jagua canóaisha (como perro en canoa) nos aventuramos hacia Vallemí», bromea Christian en guaraní.

A Éver Pereira, estudiante de Licenciatura en Contabilidad, siempre le gustaron las matemáticas. Él también es padre de dos niños pequeños a los que mantiene derribando árboles que luego se convertirán en postes. Es un trabajo extenuante que realiza en medio del bosque.

Fue en esa oficina a cielo abierto, de la que disfruta mucho, donde un día de 2015, decidió volver a estudiar. Ocurrió luego de que un compañero mayor le dijera en guaraní: «Tenés que esforzarte y estudiar porque el estudio te va a servir toda la vida. Sin embargo, el trabajo de esfuerzo en el bosque solo vas a poder hacer mientras seas joven».

«Ahí decidí estudiar», dice mirándose las palmas de las manos tapizadas de callos y ampollas.

Christian Quiñónez sufrió dos accidentes graves en su lucha por acceder a la universidad desde el Chaco paraguayo.

El naufragio

Hasta el pasado miércoles 8 de junio, ni Christian Quiñónez ni Éver Pereira habían naufragado. Ese día el viento no soplaba desde el norte ni desde el sur, pero hacía mucho frío. Como ya se había hecho costumbre, Quiñónez, Pereira y su hermano menor Luis, de 19 años, quien entonces también estudiaba con ellos, cruzaron el río con destino a la universidad tal como lo venían haciendo desde marzo. Esta vez fueron acompañados de Ramón Paredes y su hijo Blásido, vecinos que habían solicitado un aventón hasta Vallemí, a donde iban a comprar repuestos para motocicletas. No era la primera vez que el mecánico Paredes viajaba con ellos. Nadie sospechó que sería la última.

La cortesía de ceder un lugar en el bote es usual y necesaria en Casado, donde la alternativa para llegar a Vallemí es una balsa de una empresa privada de transporte que pasa apenas dos veces al día y cuesta G. 35.000 (poco más de 6 dólares), 15 veces más que el transporte público convencional en Asunción. Otra opción es compartir una deslizadora operada por un lugareño, quien por alrededor de G. 180.000 (32 dólares) traslada de un punto a otro hasta un máximo de tres personas. Gracias al motor y la lancha que Quiñónez adquirió a principios de este año, el traslado de los estudiantes cuesta lo que el combustible: G. 5.000 (1 dólar).

En Puerto Casado hoy no existe universidad pública ni privada. Por eso, la única esperanza de recibir un título universitario se encuentra al otro lado del río, en la ciudad de Vallemí, departamento de Concepción.

Esa fría tarde de finales de otoño el viaje de ida transcurrió sin inconvenientes. El regreso, tal vez por el peso extra que suponían las cajas de repuestos adquiridas en el otro lado, fue devastador. A los 20 minutos de zarpar, el terror se apoderó de los tripulantes. Eran cerca de las 10 de la noche cuando la pequeña embarcación se empezó a hundir estando a más de 6 km del puerto de Vallemí. Guiados por una sola linterna, los cinco tripulantes trataron de vaciar el agua que no dejaba de inundar el bote, sin buenos resultados. Tampoco funcionó el intento de colisión que Christian ensayó a sugerencia de alguien que ahora ya no recuerda, alguna de las voces que en ese momento gritaban desesperadas. Con el motor completamente sumergido, la única alternativa era saltar en la oscuridad. Ninguno tenía salvavidas.

«Sin ver nada me tiré. Di algunas brazadas, me agarré de unos camalotes y empecé a salir del agua», recuerda Quiñónez de ese fatídico instante. Pero no había alcanzado la tierra firme de Vallemí ni la de Puerto Casado. Se encontraba en una pequeña isla situada en medio de ambas localidades. Los hermanos Pereira, hijos de pescadores y expertos nadadores lo habían logrado también. Pero no había rastros de Ramón ni de Blásido Paredes.

Quiñónez y los hermanos Pereira gritaron sus nombres durante algunos minutos, pero nadie respondió. Mojados y al borde de la hipotermia, se abrieron camino en la isla en busca de ayuda y solo después de media hora de caminata hallaron a un grupo de pescadores que los auxilió y los ayudó a buscar a sus amigos. El cuerpo sin vida de Basilio Paredes fue hallado unas horas después. El de su padre apareció tres días más tarde luego de una búsqueda realizada por las Fuerzas Armadas. 

«Nosotros estábamos conscientes de que alguna vez podía pasar, pero no de que sería así de grave. Con ese riesgo nos subíamos al bote todos los días. Estar en el agua es todo un riesgo ya, la vida misma es así, solo que el agua es un poquito más peligrosa nomás», dice Quiñónez sobre el accidente que en aquella noche de junio se llevó a dos de sus amigos. Pero esta no era la primera vez que, por estudiar, salió con vida de una tragedia. 

Cinco años atrás, sobrevivió a un accidente automovilístico cuando iba a la capital. Entonces cursaba Administración de Empresas en la Universidad Autónoma de Asunción. La modalidad de estudio era a distancia pero requería de su presencia durante los exámenes. Así es que cada dos meses Christian Quiñónez debía trasladarse más 600 kilómetros hasta Asunción. En uno de esos viajes, la camioneta en la que se desplazaba volcó luego de caer en un pozo que había en el camino.

Según el informe policial, la causa del accidente había sido el pésimo estado en el que se encontraba la ruta. Christian salió ileso, pero murieron Marisela Ramírez y el conductor Freddy Fernández, hijo de Justo Fernández, entonces gobernador del departamento de Alto Paraguay. Otros dos pasajeros, Fernando Fernández, también hijo del gobernador, y Gleisy Ruiz tuvieron heridas graves pero sobrevivieron. Todos eran estudiantes universitarios.

Éver Pereira se dedica a cortar árboles. Pero quiere un título universitario para tener más oportunidades laborales.

Sobrevivir para estudiar

La empresa Carlos Casado SA empezó su declive en los años 80, cuando el tanino dejó ser rentable, pero llevó adelante su proceso de cierre definitivo recién entre 1996 y 2000. Christian Quiñónez no lo recuerda, por aquellos años era solo un niño un poco mayor que su hijo Jonás.

Tras casi un siglo de explotación de los montes de quebracho y de incursiones en la ganadería, la firma se marchó del país no sin antes vender unas 500 mil hectáreas y todo lo que ellas contenían —estructura e instalaciones de la ex fábrica, animales y personas— a las empresas de Sun Myung Moon, un surcoreano autodenominado mesías. Moon ya falleció, pero en el año 2000, cuando se concretó la venta, encabezaba la Iglesia de la Unificación Universal, más conocida como secta Moon. Así, las tierras, la ciudad, sus habitantes y las comunidades indígenas pasaban a manos de un nuevo dueño.

En 2005, gran parte de la población casadeña marchó 250 kilómetros hasta Asunción para reivindicar el espacio que habita. Tras una expropiación que luego fue revocada en medio de un complejo proceso jurídico, en 2012 el Instituto Nacional del Desarrollo Rural y de la Tierra (Indert) declaró a Casado «colonia de hecho». Amparada en esta resolución, la población ya no puede ser desalojada de unas 35 mil hectáreas, incluyendo el casco urbano. Sin embargo, la lucha por legimitar su derecho a vivir ahí aún no ha terminado.

Durante la Guerra del Chaco (1932-1935), donde pelearon Paraguay y Bolivia, Puerto Casado había sido muelle de embarque y desembarque de los combatientes paraguayos, quienes también utilizaron los talleres de la fábrica y el ferrocarril. Más de 80 años después, de ese mismo lugar parten Christian Quiñónez y Éver Pereira para estudiar. Solo Luis Pereira renunció a ir a las clases. «Él siempre quiso ser militar. Yo le insistí nomás para que estudie algo. Pero luego de lo que sucedió desistió totalmente», dice Éver.

«Si me voy a estudiar a otro lado, fácilmente me voy a acostumbrar al ambiente y ya no voy a querer volver a Casado. Y si no hay profesionales dentro de la comunidad nunca va a haber una universidad», dice Quiñónez, que ya no solo piensa en su futuro sino en el de James y Jonás. «Hace falta que las autoridades de la capital miren más hacia acá. De esos grandes edificios seguramente no ven que el Chaco no tiene nada. Esos edificios les están estorbando, tienen que subir un poquito arriba y mirar hacia nuestra región», asegura.

Se refiere a las espejadas edificaciones que configuran el paisaje del «nuevo centro económico de Asunción», como es llamada la zona de la capital donde los rascacielos emergen al ritmo del boom inmobiliario. Este es un universo paralelo para Quiñónez, uno en el que «subís a un bus con aire acondicionado y viajás tranquilo, inclusive te da tiempo para pensar porque otro es el que conduce», dice el estudiante cuya sonrisa contrasta con la dureza de la vida en el Chaco paraguayo. Ahí donde vive, el año se divide en una temporada de lluvias y otra de sequía. Cuando el suelo no se resquebraja, es el aislamiento por la ausencia de caminos transitables lo que ahoga.

La ida en bote a Vallemí, aun con el clima a favor, no siempre es del todo placentera.

Siete años atrás, viajar desde Asunción a Puerto Casado en días lluviosos tomaba 36 horas, quizá 48. Había que ir en bus hasta el puerto de Concepción, distante a poco más de 400 km de la capital, y luego embarcar el Aquidabán, una embarcación que partía una vez a la semana rumbo a Vallemí. La nueva ruta que hoy conecta Concepción con Vallemí brinda la diaria opción de abordar un colectivo en la capital y llegar a destino en nueve horas, o viceversa. Christian Quiñónez lo hace cada vez que, por ejemplo, Jonás y James deben consultar al pediatra.

«Envidio las oportunidades que se tienen al otro lado del río —dice—. Para nosotros, ese es otro mundo».

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