En algunas comunidades de Concepción, uno de los departamentos más pobres de Paraguay, usar casco es sospechoso. Para las maestras y los alumnos que necesitan llegar hasta sus escuelas, especialmente en las zonas rurales del país, las motos son tan necesarias para la educación como los lápices y cuadernos. Pero en Concepción no pueden usar casco. Solo los sicarios los usan, dicen los pobladores.
En las localidades de Yby Yaú o Arroyito, a 350 kilómetros al norte de Asunción, es común ver a niños y adolescentes uniformados que van en motos a sus escuelas sin protección. Pero ese es solo uno de varios riesgos a los que se enfrentan.
En agosto de este año, un congresista paraguayo recomendó rociar con napalm el norte del país para eliminar al Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP), un grupo criminal armado que ha sido acusado de secuestros, atentados y muertes. Dos meses antes, otra congresista, miembro de la comisión de Derechos Humanos del Senado, había sugerido algo similar: bombardear la zona aunque en el proceso «deban morir inocentes». Lo que no dicen los legisladores es que la violencia que se asocia al norte hoy en día va de la mano con otra característica de los departamentos como Concepción: el sistemático abandono del Estado al que han sido sometidos a lo largo de décadas.
Durante la dictadura de Alfredo Stroessner, Concepción fue aislada por ser de tradición liberal, una corriente de oposición al régimen. Y poco ha cambiado en democracia. Hoy, el 37 % de la población del departamento vive con menos de dos dólares al día, a pesar de ser productor del segundo rubro más rentable del país: la ganadería. Es terreno de disputa de narcotraficantes, escenario de asesinatos irresueltos a intendentes y dirigentes campesinos y, desde hace más de 10 años, se ha convertido en zona de influencia del grupo criminal armado EPP. Este último se ha ganado la atención y una respuesta inequívoca de las autoridades: la militarización del norte del país.
La Calle 18 une en 15 kilómetros la ruta 3 con el asentamiento de Arroyito.
Más allá de los grupos armados, los sicarios, el narcotráfico, los militares, la falta de acceso a servicios básicos y el avance de un modelo económico que los excluye, un grupo de docentes —los inocentes que «podrían morir» según el plan de los congresistas—,trabajan en sus comunidades para seguir ofreciendo la posibilidad de educar a niños y niñas de la zona.
Para obtener su título de maestra, por ejemplo, Perla Rodríguez tuvo que viajar en moto, sin casco, todos los días durante cinco años casi 50 kilómetros hasta Horqueta, ciudad aledaña, porque no había dónde estudiar en el pueblo donde nació. Rodríguez, que es licenciada en Ciencias de la Educación y coordinadora de mujeres y jóvenes de la Organización Campesina Regional de Concepción (OCRC), ubicada en Yby Yaú, cuenta que ese es el primer problema de ser docente en el norte de Paraguay: «Llegar a tener el título, con el sacrificio que esto significa, empezando por terminar el colegio».
Luego, decidió estudiar en una universidad privada con el sueño de poder enseñar Ciencias Sociales. Pero pensó en abandonar la carrera cuando el 14 de agosto de 2013 su amigo Lorenzo Areco fue asesinado por sicarios en plena ruta. Areco, parte también de la OCRC, es uno de los 115 dirigentes campesinos asesinados o desaparecidos documentados desde 1989, según el informe de la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy). Era secretario de catastro de la Municipalidad de Yby Yaú, donde trabajaba en identificar las tierras malhabidas, término con el que en Paraguay se conoce a las tierras públicas que debían ser destinadas a la reforma agraria pero que fueron entregadas a parientes y amigos del dictador Alfredo Stroessner.
«El asesinato de Lorenzo me dio mucho miedo, porque yo llegaba de noche a mi casa. Tuve que cambiar todos mis horarios», cuenta Rodríguez. Ser maestra y defender los derechos de los pobladores en el norte de Paraguay puede ser letal. Como andar en moto sin casco. Como andar en moto con casco.
Abandonados a la tierra roja
Al igual que Perla Rodríguez, Marciano Jara trabaja como docente en su comunidad. Vive en Arroyito, a 40 kilómetros de Yby Yaú. Solo para llegar, hay que atravesar un camino de 15 kilómetros de tierra roja que pareciera salido de un circuito del Dakar, con sus dunas, subidas y pozos ocasionados por la erosión. Son aproximadamente 40 minutos de un viaje que con su polvareda irrita los ojos, dificulta la respiración y deja surcos en los zapatos, en las camisas y en la piel.
Jara, además de profesor, es uno de los dirigentes del asentamiento de Arroyito, que se encuentra dentro del distrito del mismo nombre. Los asentamientos en Paraguay son tierras ocupadas por campesinos, generalmente públicas o malhabidas. Arroyito proviene de la primera ocupación hecha en democracia en el año 1989.
Jara es un hombre que cuida bien sus palabras. Es comprensible. Su compañero y también líder campesino, Benjamín Lezcano, fue ejecutado por sicarios en su propia casa en 2013. Lezcano se oponía al avance del cultivo de soja en Concepción. Hasta hoy no se sabe quiénes lo mataron, o quiénes lo mandaron a matar.
Luego de dos décadas de sobrevivir a la represión estatal, lidiar con interminables negociaciones para conseguir títulos de propiedad sobre sus tierras y con la violencia de diferentes grupos, Arroyito es uno de los últimos lugares donde existe un modelo de producción agrícola alternativa en Concepción. Sus escuelas también plantean un sistema distinto de enseñanza, como es el caso de la escuela Monseñor Maricevich.
En el pilar central del corredor que une sus aulas, se lee en un cartel: «Educación de contexto: No todas las escuelas son iguales o deben ser iguales, porque el contexto es diferente».
«Educación de contexto» es un término que se repite mucho en las conversaciones con varios maestros de allí. «El Ministerio [de Educación] solo piensa en un modo de enseñar, cuya formación quizá sirva para la ciudad, pero no para el campo», dice el vicedirector Neder Gómez.
En la escuela Maricevich alumnos aprenden a cultivar en la huerta comunitaria.
Las escuelas de Arroyito están aisladas. La falta de caminos y transporte público trae problemas tanto para llegar a dar clases en días de lluvia como dolores lumbares o problemas de próstata para quienes diariamente deben ir en moto. Tampoco tienen el apoyo pedagógico ni la infraestructura mínima para poder funcionar.
«Acá las escuelas las crean y construyen las comisiones de padres o algunas ONG como la Fundación Fe y Alegría. El Ministerio de Educación solo las certifica. Cuesta que manden materiales didácticos. Los docentes tenemos que comprar. Todo es autogestionado», cuenta Gómez.
Más allá de los grupos armados, los sicarios, el narcotráfico, los militares y el avance de un modelo económico que los excluye, un grupo de docentes trabaja para seguir ofreciendo la posibilidad de educar.
Las escuelas de la Fundación Fe y Alegría, creada por sacerdotes jesuitas, reivindican la educación popular y la formación agrícola. «Si vivimos en una comunidad de agricultores, debemos enseñar a los chicos a usar la tierra», dice Gómez. Esto trae conflicto con el Ministerio, que según denuncian algunos maestros, prioriza a las escuelas que siguen el programa oficial para proveer almuerzo escolar o presupuesto para docentes. «Nuestro sueño es tener un profesor de inglés», dice una maestra de quinto grado.
El derrumbe de la educación
En la escuela Maricevich, el MEC dejó un baño a medio terminar hace diez años. «Vinieron, lo empezaron y lo dejaron así. No se puede usar», dice Gómez. Tampoco tienen sistema de agua potable propio. Casi todos los días, los alumnos tienen que traer sus botellas para consumo y aseo.
El Gobierno creó en 2012 el Fondo Nacional de Inversión Pública y Desarrollo (Fonacide) para la construcción y el mantenimiento de escuelas a lo largo del país, especialmente para las ubicadas en «contextos vulnerables».
Horqueta, municipio donde está Arroyito, recibió de Fonacide casi un millón de dólares entre 2012 y julio de 2016. Yby Yaú, más de quinientos mil dólares. La incapacidad de las municipalidades para gestionar y regular tanto dinero ha impedido que las necesidades de las escuelas sean atendidas a tiempo y en forma. Además, intendentes de varias ciudades fueron imputados por malversar estos recursos.
La motocicleta es tan necesaria para la educación en el norte de Paraguay como los lápices. Aquí, el estacionamiento de la Escuela 12 de Abril de Arroyito.
Pero el desfalco más escandaloso no lo protagonizó una municipalidad. Una investigación periodística reveló que el Ministerio del Interior y el Ministerio de Defensa utilizaron el dinero de Fonacide para comprar armas.Mientras, las escuelas se han convertido en trampas mortales. En lo que va de 2016, se derrumbaron en todo el país dos escuelas por mes. Techos y paredes cayeron sobre estudiantes mientras daban clase.
En la escuela Maricevich, entre la tierra roja y las construcciones sin terminar, maestras y alumnos siguen dando lecciones a pesar de todo. No hay docente sin los zapatos bien lustrados. O estudiantes sin la camisa, pantalón o pollera bien planchados.
Acosados por el EPP, acusados por el gobierno
Arroyito también se encuentra en medio del fuego cruzado entre el Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP) y la presencia de la Fuerza de Tarea Conjunta (FTC). Esta última es la única respuesta del Gobierno a la violencia del grupo criminal armado. Fue establecida por el presidente Horacio Cartes en 2013 con un decreto que militariza y suspende libertades individuales en el norte del país. Está integrada por mandos militares, policiales y antidrogas.
En el festejo de los 10 años de la Cooperativa de Educadores Tekosa’y (en guaraní, una vida sin ataduras) formada por 37 docentes de Arroyito, se comparten cervezas a la sombra de árboles de guatambú y cumbias románticas desafinadas por los presentes. Ahí, además de Marciano Jara, se encuentra Daniel López desde el mediodía, quien es maestro de escuela básica. Él fue amenazado de muerte por el EPP tres veces.
«A mí me molesta que digan que acá todos somos de ese grupo armado; siendo que nosotros somos víctimas de ellos también», dice. En Arroyito, el EPP es simplemente el grupo armado. «A mí me marcaron porque yo estaba en desacuerdo con lo que ellos hacían», relata.
López abandonó Arroyito y se exilió en Asunción. Volvió un año después, pero solo, dejando a su familia en la capital. Vivió casi un año escondido en su casa, con las luces apagadas todo el día y solo saliendo para ir a enseñar. «Yo soy de esta comunidad desde el principio, este es mi lugar. Si me van a matar que sea acá», dice.
El EPP es en la ciudad como un fantasma lejano, que aparece de vez en cuando en los títulos de diarios y los discursos políticos. En el campo, es un fantasma mucho más real. Las muertes atribuidas al EPP ya suman más de 60, entre los que se encuentran civiles. Cuarenta de ellas sucedieron desde la creación de la Fuerza de Tarea Conjunta. Una por mes. El último atentado que se les adjudica fue el 27 de agosto de 2016 en Arroyito, donde murieron ocho militares. El ataque se dio días después de que la Fiscalía confirmara que se utilizó equipo de inteligencia de la FTC para espiar a una periodista que investigaba casos de corrupción en las fuerzas militares. En esos días, también el Congreso se preparaba para debatir acerca de la efectividad de la FTC.
Camiones militares recorriendo es una imagen recurrente en la zona.
La Fuerza de Tarea Conjunta tiene un presupuesto de más de 25 millones de dólares por año, según datos del Ministerio de Defensa (2015). En comparación, Concepción, Amambay y San Pedro, los departamentos donde la FTC se encuentra, recibieron en conjunto, sumando los últimos tres años 5 millones de dólares de Fonacide para educación e infraestructura.
En tres años, la FTC tiene varias denuncias de violaciones de DDHH, en muchos casos, apañadas por la Fiscalía. Arroyito está rodeada por destacamentos militares que patrullan la zona en la noche. Para los pobladores es normal no poder salir de su casa o evitar reunirse pasadas las seis de la tarde. Viven en toque de queda permanente.
En el festejo de la Cooperativa de Educadores también está Laura Martínez. Ella es profesora de teatro. Fue hostigada tanto por del EPP como por el Estado. Todo por una obra escolar: «A mí me gustaba hacer representaciones históricas con los niños, entonces un día se me ocurrió hacer una sobre Arroyito y la historia de las represiones militares en sus inicios», dice.
Vestir a niños con disfraces militares hizo que el EPP presumiera que estaba a favor de la lucha armada. «Empezaron a enviarme mensajes a mi celular y a la radio donde trabajaba de locutora, diciéndome que me iban a buscar, que sabían dónde era mi casa. Querían que me uniera a ellos», cuenta.
Desesperada, hizo una denuncia ante la Fiscalía. Pero en vez de protegerla, la trataron de sospechosa. «Empezaron a hacerme preguntas, acusándome directamente de ser parte de ellos (del EPP)». Lo que más le extrañó es cómo la Fiscalía sabía todo sobre ella, sus horarios, sus amistades. «Parecía que me vigilaban. Veía camiones con militares pasando enfrente de mi casa por la noche», cuenta.
Acosada por el EPP y acusada por la Fiscalía, Laura Martínez dejó la radio y sus actividades en la iglesia, por miedo a que les pasara algo a sus tres hijos. También dejó de hacer obras históricas en la escuela. Quemó los disfraces y toda la utilería.
Francisco Adorno, docente de Arroyito, contaba en una entrevista televisiva: «Antes los niños veían un avión y corrían de alegría. Ahora ven uno y corren de miedo.»
«Concepción es territorio en disputa con enormes cantidades de tierras, constantemente avasallado por narcotraficantes, rollotraficantes (traficantes de madera), sojeros, por gente que se dedica al abigeato y por el EPP», dice el padre Pablo Cáceres, vicario de Concepción, y añade que el terror viene de «la gente que debería de proteger a la población». Cáceres es coautor junto con Benjamín Valiente de Relatos que parecen cuentos (2014), un libro que relata los abusos del Estado en el norte del país.
Se desconoce el número exacto de víctimas de la violencia de las fuerzas estatales. Muchos no se animan a denunciar. Solo algunos casos han trascendido. Uno de ellos es el de Julián Ojeda, campesino de Nueva Fortuna, Concepción, a quien mataron en enero de 2016 cuando fue a cazar al monte.Los militares dijeron haberlo confundido con ser miembro del EPP. Dejó nueve hijos huérfanos. O el caso de Agustín Ledesma, de Arroyito, un joven sordomudo que fue asesinado a balazos por policías al no contestar cuando lo encontraron subido a un árbol. Luego, los agentes intentarían acusarlo de ser parte de la Agrupación Campesina Armada (ACA), otro grupo armado que operaba en la zona, con evidencias falsas y allanando su casa, según denunciaron miembros de la comunidad.
Una tanqueta con militares armados se encuentra apostada frente a la escuela Maricevich de Arroyito.
En 2014, Gumersindo Toledo, poblador de Arroyito, fue torturado por las fuerzas militares, un hecho encubierto por la Fiscalía, según el informe de la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy, pág. 461). En 2015, en una cancha de fútbol a 500 metros de la escuela Maricevich, miembros de la FTC interrumpieron un partido a balazos, supuestamente persiguiendo a miembros de un grupo armado. «Aquí hay niños que dejaron de venir a la escuela por eso. Tienen miedo porque tienen que pasar por ese lugar», cuenta Neder Gómez.
Luego del último atentado contra los ocho militares, se dio una situación similar. Otro docente de Arroyito, Francisco Adorno, contaba en una entrevista televisiva: «Antes los niños veían un avión y corrían de alegría. Ahora ven uno y corren de miedo». Una tanqueta con militares armados se estaciona frente a la escuela Maricevich desde entonces. «Nosotros queremos tanques de agua, no de guerra», dice Francisco Jara, concejal de Horqueta.
Otros pobladores se esconden en sus casas o en las aulas al escuchar a los helicópteros militares que sobrevuelan el lugar. Juan Pereira, dueño de un almacén comunitario y padre de niños que van a la escuela Maricevich, fue arrestado luego de que militares y policías allanasen su casa y encontraran, entre otras evidencias, folletos sobre educación popular de las escuelas de Fe y Alegría, según denunció una pobladora a través de una radio de la capital.En esa entrevista, admitió que temen que «la gente de la Fuerza Conjunta, para justificarse, salgan y allanen casas y arresten a gente que no tiene nada que ver».
En marzo de 2015, el Subcomité para la Prevención de la Tortura de la ONUenvió una nota al Gobierno paraguayo para expresar su preocupación «por la gravedad de las violaciones a los derechos humanos denunciadas [en el informe del Mecanismo Nacional de Prevención de Tortura y Codehupy sobre actuación de las FTC] (…) y la alta probabilidad de su repetición».
Pocas opciones de vida en el norte
«El mayor problema es la violencia que viene de todos lados», dice Miguel Rolón, de Yby Yaú. Está sentado en la vereda de la casa que su padre construyó hace más de 20 años. Casa en la que hoy vive solo, y desde donde recorre hasta 25 kilómetros para enseñar arte a alumnos en cuatro diferentes colegios de la zona. Casa que sueña convertir en un instituto popular donde se realicen conciertos, obras de teatro o se presenten libros. Mientras tanto, es donde enseña a pintar a los hijos de sus vecinos, dos niños y una niña de entre 6 y 10 años.
Pese a que Concepción es «zona de prioridad» dentro del Plan Nacional de Desarrollo del Gobierno, y que más de 6.000 familias del departamento son beneficiadas por Tekoporã, un programa de subsidios estatales a personas en situación de pobreza extrema; estos esfuerzos no son suficientes. «En la zona del norte, relegada por mucho tiempo, hay una brecha significativa donde se concentra la pobreza, (…) tenemos presencia en esa zona pero todavía puede ser mejor y mayor», admite el ministro de la Secretaría Técnica de Planificación, José Molinas.
Desde la frontera con Brasil, el narcotráfico ha desplegado toda una cadena productiva en la que participan estancieros, transportistas, sicarios y políticos. En los últimos años, se habla de la «narcopolítica». Jarvis Pavão, un narco conocido como el «barón de las drogas» de la frontera entre Paraguay y Brasil, incluso confesó en una entrevista haber ayudado al Gobierno a liberar a Arlan Fick, uno de los secuestrados por el EPP.
Sin caminos ni planes de ayuda estatal, solo sobrevive el cultivo de subsistencia en muchas partes del norte. La marihuana se perfila como una posible salida laboral.
Una avioneta narco traída por la fiscalía, según los pobladores, descansa en una plaza de Yby Yaú.
Aunque Paraguay es el principal productor de cannabis en Sudamérica, el Gobierno no sabe cuántas hectáreas hay plantadas. Según estimaciones de la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad), unos 20 mil campesinos se dedican al cultivo de cannabis en Paraguay. Generalmente, trabajan en tierras de narcos por temporadas o alquilan sus propias tierras. Los narcos se quedan con la cosecha y pagan al campesino por el trabajo de cultivo, no por la producción. Luego, se encargan de la distribución. El negocio genera dividendos de más de 700 millones de dólares anuales, de acuerdo a cálculos de la Senad.
«La mayoría de mis alumnos son hijos de campesinos», cuenta Rolón. «Acá el único cultivo de renta es la marihuana», dice. Es un hecho que la economía de muchos alumnos depende de este cultivo.
El narco se convierte, en palabras del sociólogo Tomás Palau, en un «poder paralelo, subterráneo pero visible para toda la población». En este sistema el campesino es el eslabón más débil, lo que genera el éxodo y la desaparición de comunidades enteras.
«A medida que las comunidades van desapareciendo, porque venden sus terrenos por miedo o para irse a la ciudad a conseguir mejor vida, las escuelas se quedan sin niños», cuenta Rolón. Esta situación hace que las instituciones educativas cierren, obligando a aquellos que se quedan a recorrer distancias más largas para llegar a una escuela. Es un círculo vicioso. «Yo no creo que quiera seguir siendo docente diez años más», confiesa.
«Todo el mundo sabe quién es y dónde está tal o cual narco», dice Rolón. «Mi forma de protegerme es la diplomacia. Conocer y saber quién es quién. Yo ni llaveo mi casa. Si me van a matar, me van a matar». Sobre la ruta, desde una camioneta que pasa a toda velocidad lo saludan.
Para Rolón, Yby Yaú es el corazón del norte. «Podría ser una muralla ante todos los problemas de esta parte del país, si se invirtiera en arte y el bienestar de la gente en vez de en armas. Cultural es el problema. Cultural la solución», dice.
Desde su casa, salen a despedirse los niños que estaban pintando en su interior. La niña pregunta si puede venir la próxima semana para seguir pintando. Rolón le dice que sí. Antes de irse, le muestra, tímida, el dibujo del día sostenido con su mano derecha. Es una flor en amarillo y violeta. Está inspirada en otra flor, real, que sostiene con la izquierda.