Las sandías que Rubén Portillo había plantado estaban a punto de ser cosechadas cuando el 6 de enero de 2011 no pudo levantarse de la fiebre y los vómitos. Eran síntomas diferentes, pensó su pareja Isabel Bordón, a los granos que le aparecieron en la boca y en los dedos semanas antes. Isabel llamó a su cuñada, Norma Portillo, y le pidió que lo llevara desde su casa, la última de la Colonia Yerutí, hasta el centro de salud en el pueblo.
Un medicamento para los vómitos y miel fue la receta que recibió allí Rubén. Pero cuando volvió a su casa, estaba tan débil que no podía mantenerse en pie. Norma alquiló una camioneta por 40 dólares para llevarlo al Hospital de Curuguaty, la ciudad más poblada de Canindeyú, cerca de la frontera con Brasil. Mientras atravesaban el camino de tierra, las pequeñas plantas de soja se extendían a los costados hasta perderse en el horizonte.
Las cuatro horas de viaje fueron demasiado para Rubén Portillo, hasta esa mañana un joven de 26 años, único hijo varón mimado por cuatro hermanas mayores, de padre peluquero y madre modista. No le gustaba salir en fotos y tenía lo que muchos campesinos paraguayos no tienen: un terreno con plantaciones y animales.
Rubén Portillo llegó muerto al hospital. Ese verano nadie comió sus sandías.
Rubén Portillo, el hermano de Norma Portillo, falleció hace ocho años luego de presentar un cuadro de vómitos y fiebre. Se internaron con síntomas similares 22 personas más de Yeruti, una colonia campesina fundada en los 90 que pronto se vio asediada por cultivos transgénicos de soja. La Fiscalía abrió una investigación por violación a normas ambientales e intoxicación por agroquímicos.
Todo lo que pasó para que un hombre muera
En los siguientes cinco días, vivos pero con síntomas similares a los de Rubén Portillo, llegaron al Hospital de Curuguaty su hijo Diego de dos años y medio, su pareja Isabel, su cuñado Ceferino, su vecino Benito Jara. En total, 22 personas de Yerutí incluyendo a dos niños terminaron internados por dos semanas. Luego de tomarles muestras de sangre y orina, la directora del hospital Angie Duarte hizo unas llamadas:
A la Fiscalía.
A la Secretaría del Ambiente (SEAM).
Al Servicio Nacional de Calidad y Sanidad Vegetal y de Semillas (SENAVE).
El aviso surtió efecto una semana después de la muerte de Portillo. La Fiscalía abrió una investigación por violación de normas ambientales e intoxicación. Con técnicos de la Senave y la Seam llegaron el 13 de enero a Yerutí, una colonia fundada por el Estado paraguayo en 1991 en las tierras que un ex ministro de Educación del dictador Alfredo Stroessner dio como compensación por malversar fondos públicos. En teoría, el gobierno debía garantizar a las familias campesinas las condiciones para plantar y vender alimentos en las 2.212 hectáreas distribuidas en 223 lotes. Pero el plan nunca existió. A 2019 en la Colonia solo hay registradass 34 propiedades de las 223. El Estado nunca le dio su título de propiedad a Norma Portillo, a pesar que hace casi diez años lo terminó de pagar.
Los técnicos no encontraron cultivos de alimentos al llegar a Yerutí. Encontraron soja, mucha de ella plantada en tierras sin títulos, es decir, públicas. Y que no había estancia en la zona que cumpla con las barreras de árboles exigidas entre la soja y el camino. Entre la soja y los arroyos. Entre la soja y las familias. No existían los cien metros de protección alrededor de cada casa, escuela o centro de salud donde no se pueden rociar plaguicidas. No existía nada de lo que se hizo ley luego de la muerte de Silvino Talavera, un niño de once años que fue rociado con agroquímicos en el 2003 al sur de Paraguay. Como Portillo, Silvino Talavera también murió en enero, el mes donde se fumiga la soja para la cosecha.
Encontraron que el pozo de agua de la casa donde vivía la familia Portillo tenía endosulfán, aldrín y lindano, tres agroquímicos prohibidos en Paraguay y Brasil. El endosulfán está relacionado a problemas reproductivos y del sistema endócrino. La dosis de lindano registrada, un agroquímico relacionado a la aparición del linfoma no Hodgkin, era tres veces más que la máxima establecida para humanos según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Norma especula que en aquel enero del 2011, las haciendas sojeras estaban experimentando tal vez sin mucho conocimiento con agroquímicos. El lindano, por ejemplo, no se usa en la soja. Pero el endosulfán sí. Hasta el 2010 era de venta libre en Paraguay y el 80% se usaba para ese cultivo.
La comitiva estatal también encontró dos establecimientos productores de soja que colindaban con la casa de Portillo: Condor SA/KLM SA y Hermanos Galhera Agrovalle del Sol S.A/Emmerson Shinin, cuyos propietarios son brasileños. Así lo aseguró el ingeniero Ulises Lovera, director de la Dirección General de Control de los Recursos Naturales y de la Calidad Ambiental. «Ninguna de las dos cumplía la más mínima condición ambiental» declaró a Radio Fe y Alegría. No tenían licencia ambiental para plantar soja ni para rociar los agroquímicos que dispersaban con avionetas, cuyos tanques luego lavaban en un arroyo cercano.
Por necesidad, algunos pobladores de Yerutí habían comido los peces muertos en ese arroyo.
Hoy en día, el pozo de agua que utilizaba la familia Portillo ya no se usa. Luego de la muerte de Rubén en 2011, las autoridades realizaron una inspección y encontraron allí endosulfán, aldrín y lindano, tres agroquímicos prohibidos en Paraguay. La dosis de lindano registrada era 3 veces más que la máxima establecida para humanos según la (OMS). La ONU responsabilizó al Estado paraguayo de haber violado el derecho a la vida de las familias de Yeruti: no pudo comprobar que haya contaminado sus aguas o sus tierras, pero no hizo nada para evitar que eso ocurriera.
La búsqueda de justicia de una hermana
A diferencia de un asentamiento, las colonias como Yerutí no vienen de ocupaciones. Son tierras que el Estado vende a pequeños agricultores campesinos. Dentro del plan de Reforma Agraria, la idea es que las familias agricultoras tengan asegurado que podrán plantar y criar los suficientes alimentos para el consumo propio y la venta.
Norma cree que su hermano estaría vivo si las instituciones hubieran hecho su trabajo.
La SEAM tenía que hacer cumplir las barreras ambientales exigidas a las plantaciones de soja.
El Indert y el Ministerio de Agricultura eran los encargados de dar planes de producción y evitar que agricultores alquilen o vendan tierras de la Reforma Agraria para plantaciones de soja de los brasiguayos, inmigrantes brasileños y sus descendientes asentados en Paraguay.
La Senave debía controlar qué agroquímicos se rocían en el aire y se vierten en el agua de Yerutí.
Rubén estaría vivo si no fuera por el Estado paraguayo y su ausencia.
Junto a otros dos pobladores de Yerutí, Norma Portillo presentó el 14 de enero de 2011 un amparo constitucional contra el Ministerio de Agricultura, el Indert, la Seam y la Senave por violación del derecho a la vida. El amparo fue aceptado y un juez pidió informe a los cuatro entes estatales. Solo la Seam aceptó su responsabilidad. El Indert ni siquiera respondió.
El fiscal Miguel Ángel Rojas pidió al Juzgado de Curuguaty una autopsia de Rubén para ver si había rastros de agroquímicos el 15 de enero. Lo volvió a pedir el 14 de febrero y el 18 de mayo. La autopsia nunca se realizó. También pidió cuatro veces al Hospital de Curuguaty el diagnóstico, historial médico y los resultados de los análisis de orina y sangre de todos los pacientes de Yerutí atendidos en enero. Si esa información existió, el fiscal Rojas nunca la pudo ver y solo pudo confirmar que Rubén Portillo llegó al Hospital de Curuguaty muerto.
Rojas tampoco agregó a la investigación los resultados del análisis de los pozos de agua donde se encontraron agroquímicos. Acusó a siete ciudadanos brasileños sacados de una lista que dio la Policía por violar leyes ambientales en el caso. Pero ninguno era el dueño o administrador de los grandes establecimientos colindantes a la casa de Portillo. Uno de los imputados no plantaba soja, criaba cerdos.
Norma Portillo cuenta que a su casa llegó incluso una citatoria para que Rubén declarara por su propia muerte.
En Yerutí quedan pocas familias. La de Rubén Portillo es una de ellas. Quienes se niegan a vender o alquilar sus tierras casi siempre terminan cediendo y emigran de sus comunidades con la ilusión de conseguir mejores tierras o trabajo en la ciudad.
El primer Estado condenado por una muerte relacionada a agroquímicos
Cóndor SA/KLM SA y Hermanos Galhera SA quedaron fuera del proceso penal. Tuvieron un sumario administrativo por parte de la Seam. El caso Yerutí no fue la última vez donde ambas empresas serían noticia.
La Comisión Bicameral de Investigación de Paraguay pidió en 2018 que se investigue si KLM SA era parte del esquema de lavado de dinero de Darío Messer en Paraguay, el lavador de lavadores del caso Lava Jato, hoy preso en Brasil. Messer es amigo del ex presidente Horacio Cartes que hoy también es investigado por la justicia de Brasil. Según la Fiscalía brasileña, Cartes le envió 500 mil dólares para ayudarlo a huir de la justicia. El brasilero Newton Rodrigo Maran Salvatti, vicepresidente de KLM SA, era socio de Messer en otra empresa acusada de lavar el dinero de los sobornos al ex gobernador de Rio de Janeiro, Sergio Cabral.
En entrevista telefónica con El Surtidor, Gabriel Franco, que se identificó como funcionario de KLM S.A. dijo desconocer el caso Yerutí, argumentando que la empresa recién ingresó a la zona en 2015.
Hermanos Galhera SA apareció en una investigación del diario Última Hora como una de las posibles empresas que invadieron la reserva de bosques de Itaipú, tierras que pertenecían al pueblo ava guaraní paranaense.
Ambas empresas fueron condenadas en el caso Yerutí a una multa administrativa. Pero Hermanos Galhera apeló la medida diciendo que el Estado no podía demostrar que las tierras donde se constataron violaciones a la ley eran suyas. El Estado paraguayo le dio la razón. Pero en el recibo de pago de la multa aparecen ambas empresas. El monto pagado ronda los diez mil dólares, el precio que se paga en Chicago por la soja cosechada en trece hectáreas de suelo paraguayo. Según un informe de la organización BASE IS, Hermanos Galhera tenía en 2011 al menos mil hectáreas en la zona.
El representante legal de Hermanos Galhera SA, el abogado Bernardino Florentín, aseguró que la empresa fue deslindada de toda responsabilidad por el evento ocurrido en Yerutí porque la propiedad se encuentra a unos veinte kilómetros de la colonia. «Nosotros no negamos lo que pasó en Yerutí, lo que decimos es que Hermanos Galhera no puede tener que ver porque estamos en otra zona», dijo en una entrevista telefónica a El Surtidor.
El fiscal Miguel Ángel Rojas no volvió a preguntar sobre el caso. Fue ascendido a juez y luego despedido en 2016 por haber dejado de investigar un caso de tráfico de marihuana, lo que permitió la extinción de la causa a favor de los acusados.
Que «arregle con los sojeros», le decían a Norma en el juzgado de Curuguaty. Los mismos sojeros que continuaban con sus vidas como si nada hubiera pasado, como si Rubén no hubiera muerto. Excepto por una cosa: cambiaron las avionetas por tractores para la fumigación de sus cultivos, según Norma.
En 2012, Norma Portillo fue a ver en qué quedó la investigación. El nuevo fiscal de la causa, Jalil Rachid – el mismo fiscal que decidió no investigar la muerte de once campesinos en la masacre de Curuguaty, la que terminó en un golpe parlamentario al presidente Fernando Lugo– pidió sobreseer a todos los imputados argumentando la ausencia de pruebas. Las pruebas que el propio Estado no otorgó.
«Me fui a la presentación de tres libros sobre la muerte de mi hermano. Y todo el mundo me decía que en eso se iba a quedar, en libro», dice Norma. «Yo no quería eso. Yo quería justicia».
A sus casi cuarenta años, en su rostro se dibujan algunas arrugas. Sonríe mucho, pero el semblante le cambia cuando habla de justicia. Para esta mujer capaz de recorrer kilómetros para votar nulo en cada elección, casada con el hijo de un torturado por la dictadura, justicia puede ser algo tan simple como que le digan que tenía razón.
El Comité de Derechos Humanos de la ONU le dio la razón el 14 de agosto de 2019, ocho años después de la muerte de su hermano Rubén.
Ese día estaba mirando Facebook en su celular cuando leyó que en Suiza, a diez mil kilómetros de su casa, el Comité había responsabilizado de manera inédita en la historia al Estado paraguayo por violar el derecho a la vida en un caso relacionado con agroquímicos. El dictamen llegó casi seis años después de que el caso Yerutí haya sido presentado ante el Comité por parte de abogados de la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay y la organización Base-IS, en nombre de Norma, su madre Hermenegilda Cáceres, Isabel Bordón –pareja de Rubén–, su padre Ruperto Bordón, sus hermanos Ceferino, Ignacio y José Bordón, Diego Portillo –el hijo de Rubén quien hoy tiene once años– Alicia Aranda en nombre de su hijo Santiago Bordón y Benito Jara.
La ONU no pudo decir si Rubén Portillo murió por intoxicación a causa de agroquímicos. Sí pudo decir que no se sabía por qué el Estado paraguayo incumplió con la responsabilidad de averiguar, pese a los indicios, si fue así. «El Estado parte no ha aportado prueba alguna y tampoco ha proporcionado una explicación alternativa sobre lo sucedido. Además, el Sr. Portillo Cáceres falleció sin que el Estado parte aportara una explicación, ya que la autopsia nunca fue llevada a cabo», afirmó en su dictamen el Comité.
También concluyó que «el derecho a la vida no puede entenderse correctamente si es interpretado en forma restrictiva y que la protección de ese derecho exige que los Estados adopten medidas positivas». Es decir, para que un Estado violase el derecho a la vida no hacía falta que haya contaminado las aguas o conducido las avionetas que rociaban plaguicidas sobre las familias de Yerutí. Bastaba con no haber hecho nada en absoluto, pese a las denuncias de años anteriores a la muerte de Portillo. Norma, Isabel y su padre Ruperto sospechan que Cóndor/ KLM SA y Hermanos Galhera SA actualmente siguen produciendo soja y fumigando en las zonas aledañas a Yerutí.
Isabel Bordón, viuda de Rubén, abandonó la casa que compartían con su hijo Diego y hoy vive con su papá Ruperto. Cuando se le pregunta cómo recibió el dictamen de la ONU, alza los hombros y no dice nada. Está más preocupada por la educación de su hijo y la nueva plantación de soja que se instaló al lado de la suya. Temen que sus cultivos de mandioca se vean afectados por los agroquímicos.
«¿A mi papá lo mataron los brasileños?»
Después del fallecimiento de su padre, Norma e Isabel escondían hasta los pollitos muertos de la vista de Diego, para que no llorara. «Un día vino a preguntarme si a su papá lo habían matado los brasileños. Alguien le dijo eso y él lo repitió en la escuela», cuenta Norma. Se seca las lágrimas. Lo negó. «Nosotros no sabemos, papito», le respondió su madre Isabel ante la misma pregunta. «Nadie sabe».
«Lo que sucede en Yerutí es un ejemplo de lo que pasa cuando el Estado no hace absolutamente nada», dice Hugo Valiente, uno de los abogados que llevó el caso Yerutí al Comité de Derechos Humanos de la ONU. El dictamen obliga al Estado paraguayo a investigar realmente la muerte de Rubén, indemnizar a las víctimas y establecer medidas de no repetición.
Qué pueden ser esas medidas de no repetición es lo que Valiente, Abel Areco de Base IS y la abogada Milena Pereira conversan con Norma, Isabel y el resto de los firmantes de la demanda mientras toman tereré. «Lo que más fácilmente hace el Estado es pagar», les explica Valiente. En todas las sentencias en su contra en la Corte IDH, Paraguay suele cumplir la indemnización. La condena le impone al gobierno paraguayo una fecha límite, diciembre, para sentarse a negociar los términos con las familias.
«A mí nadie me cuenta nada en la cara, pero la gente dice que a nosotros se nos va a dar plata y que para nosotros nomás son los beneficios. Y no es así», protesta Norma Portillo. «Soy muy problemática, eso dicen los brasileños, por eso segurito no me ofrecen alquilar mi tierra también». Norma se queja que a ella los brasileños no le quieren ni vender maíz para sus gallinas. «Entonces tengo que esperar a que venga mi marido para irme a comprar a Curuguaty, que es lejos». Mario Cañete, su pareja, era maquinista. «Como no habla portugués, no le contratan acá». Así que trabaja en una estancia a 70 kilómetros de Yerutí. Ve a Norma, su hija y su nieto cuatro días al mes.
«La soja avanza, las chinches no» promete el cartel a la entrada del camino de tierra que lleva a Yerutí. La soja empezó a avanzar en Paraguay en los 90, con la marcha al oeste de los agricultores brasiguayos que eran expulsados por la concentración de tierras en Brasil. Pobres en su país, al otro lado del río Paraná se volvieron ricos con sus maquinarias, la soja transgénica y agroquímicos. Mientras tanto, los campesinos paraguayos se enfrentaban a la debacle del algodón, explica el antropólogo Kregg Hetherington en su ensayo «La Soja ante la Ley».
Aún cuando la soja transgénica era todavía clandestina, su popularidad demandó mucha tierra, así que los precios de los terrenos se dispararon. Las viejas haciendas ganaderas se mudaron al Chaco y empezaron a vender sus propiedades en la región Oriental a los brasiguayos. Sin el algodón y ante tentadoras ofertas, los campesinos que tenían lotes siguieron el ejemplo. Así, al último censo agrícola de 2008, un cuarto de todas las tierras del país estaban en manos de extranjeros. En Canindeyú, la frontera entre Brasil y Paraguay se desdibujó. La mitad de las tierras en zona de frontera están en manos brasiguayas.
Paraguay, que suele aparecer en los últimos lugares de inversión social e infraestructura, se ubica en el ranking de mayores exportadores de soja, siendo el cuarto en el mundo. Pero la soja exige poca gente y ningún árbol. Modificada genéticamente, aguanta todo menos personas cerca. Norma cuenta que un día, allá por el 2005, los brasiguayos llegaron a Yerutí, «y empezaron a pagar y alquilar aquí y allá y a rociar todo».Pronto la colonia se llenó de las plantitas de soja de las que la economía paraguaya, luego de un año de recesión, depende para el 2020. Esas plantitas son también la principal razón por la cual el país importa al año siete kilos y medio de agroquímicos por habitante. Las familias campesinas que se niegan a vender o alquilar sus tierras casi siempre terminan cediendo al final y emigran de sus comunidades con la ilusión de conseguir otras tierras mejores o un trabajo en la ciudad.
Diego Portillo tenía tres años cuando su papá Rubén murió. También estuvo internado con un cuadro de fiebre y vómitos en 2011. Hoy es el único estudiante de sexto grado en una comunidad que se despobla ante el avance de los cultivos de soja.
Guerra química
Si no son asesinatos o la persecución judicial, los efectos de la fumigación indiscriminada de agroquímicos cumplen con derrotar a las familias y expulsarlas. A veces no se necesitan papeles. Basta con alquilar los lotes, con lo que se lavan las manos si algo sale mal en esas tierras. Un fiscal brasileño describió la situación en su país como una guerra química: los agroquímicos son utilizados «como el agente naranja» en Vietnam para que comunidades campesinas o indígenas hagan espacio para la soja.
En Paraguay, el primer estudio financiado por el Estado sobre la salud de niños expuestos a la fumigación de agroquímicos encontró daños en el ADN de una comunidad en el mismo departamento donde está Yerutí. En esa comunidad también se violaron las leyes ambientales. La publicación fue respondida con una campaña de hostigamiento y desinformación contra la científica a cargo de la investigación. La Asociación Rural del Paraguay y la Unión de Gremios de la Producción, representantes del agronegocio en el país, presionaron al Estado para que toda propuesta de investigación tenga el visto bueno de ellos antes de ser financiada. Y lo lograron.
«Cada vez que rocían yo me encierro con mi mamá y tomo mi antialérgico», dice Norma, riéndose de su elección de medicamento. Los granos en la piel y las «gripes» son los síntomas comunes que pasan varias familias cada temporada de fumigación, explica en guaraní Isabel Bordón. «A mi hermano Ceferino le salió el año pasado igualito los granos que tuvo Rubén» remata en español. Tal vez en el pasado Isabel Bordón haya mirado al mundo con la rabia o la tristeza de Norma, pero ahora son pocas las veces donde su rostro moreno refleja alguna rebeldía. Ni siquiera se altera para reprender a sus dos hijos, Diego, huérfano de Rubén, y Graciela, hija de una relación posterior, que corretean alrededor de la ronda de tereré.
Tal vez ya sabe que el Estado paraguayo casi nunca cumple en evitar que las violaciones a derechos humanos se repitan. En el caso de Yerutí, las medidas de no repetición pueden ser algo tan pequeño como un protocolo en centros de salud para casos de intoxicación por agroquímicos. O puede ser un juzgado donde los campesinos puedan efectivamente denunciar las violaciones a leyes ambientales de los sojeros. O puede ser recuperar la Colonia Yerutí, donde los Portillo y Bordón son de las pocas familias que quedan de las casi cien que estaban en 1991. Benito Jara, uno de los intoxicados en 2011, hoy trabaja de carnicero en Curuguaty y dice que quiere volver si es que va a tener vecinos.
Norma dice lo mismo. «Me quiero quedar porque no quiero convertirme como muchos de acá en campesino sin tierra». Cuenta que varios de los que alquilaron o vendieron sus tierras a brasiguayos hoy están en las marchas pidiendo al Estado nuevos lotes. Pero también son muchas penas juntas vivir acosada por los agroquímicos, sin tener cómo trasladar lo que sobrevive de sus cosechas y observando a cada familia que se va. No descarta la idea de vender sus veinte hectáreas si le insisten un poco.
Isabel Bordón tiene una mirada perdida y se encoge los hombros cuando se le pregunta qué significa para ella el fallo de la ONU, tan lejos y tantos años después de la muerte de su pareja. Está mucho más preocupada por dónde va a estudiar su hijo Diego dentro de tres años, cuando acabe educación básica. Hoy es el único alumno de su grado en la escuela de Yerutí, que en total tiene seis estudiantes y un profesor.
Isabel derribó la casa donde vivía con Rubén. Se mudó junto a su padre Ruperto. Este año, la novedad es que la soja llegó al campo de al lado. No saben si la mandioca que plantan sobrevivirá al único vecino que parece cómodo en Yerutí.
Yerutí es uno de tantos ejemplos en Paraguay de comunidades campesinas que son expulsadas de sus tierras a raíz del boom de los commodities. El país es uno de los mayores exportadores de soja, un cultivo que necesita mucha tierra, poca gente y ningún árbol.