Tenía 24 años y soñaba con tener una casa propia con Fermín Paredes. El día de la masacre sobrevivió a la balacera y luego vivió en la clandestinidad. Un año después, se instaló en el monte con sus hijos, ayudó a construir la escuela y rehizo su vida en Marina Kue.
Blanca Vera siempre se consideró decidida y fuerte, aunque muy tímida. El 15 de junio de 2012, cuando se desató la balacera, estaba confundida. “¡Corran, corran!”, alcanzó a escuchar y con otras diez mujeres huyeron hacia el monte. “Jaguatáke nde kuñakarai, jaháke” –¡Caminemos señora, vamos!– gritaba Blanca entre el desespero por las balas que venían de atrás y la espesura de las ramas que tenían por delante. Para entonces, la noticia de los muertos y heridos en un intento de desalojo por parte de la policía a campesinos y campesinas que ocupaban tierras en Curuguaty ya había viajado los 250 km hasta Asunción.
Por momentos se juntaban y luego debían dispersarse porque el helicóptero las acechaba. Blanca se encontró con varios heridos; uno de los más graves, Néstor Castro, tenía una herida en la cara y sangraba mucho. Se quitó la camisa y le ató la herida para seguir caminando.
El machetillo de Dominga Mora, una de las mujeres que iba en el grupo con ella, le sirvió para abrir picadas para caminar. Por momentos se quedaban por varios minutos al lado de algún tronco o piedra, esperando que desde el helicóptero no disparen.
Las hormigas, el hambre, los mosquitos y los bichos del monte, nada fue tan difícil como lidiar con Dominga que quería buscar a su hijo y otras mujeres que querían volver al lugar de la masacre por sus familiares. Blanca tuvo que ponerse fuerte: “¡Si ya no morimos, ahora tenemos que vivir, vamos a salir!”
Prendió su celular y se comunicó con una vecina y supo que la zona estaba llena de policías. Caminaron, cayeron en un arroyo, lo cruzaron. Ella llevaba al hombro a Dominga y otros a Néstor. Después de caer la noche, pudieron salir y cruzar la ruta arrastrados al piso. Llegó a la casa de sus suegros y ya sabían que su pareja, Fermín Paredes, había fallecido. Ella no podía creer.
Blanca estuvo entre las personas acusadas por la Fiscalía por la muerte de los policías, pero nunca la encontraron. Se resguardaba en la casa de sus familiares para cuidar de sus hijos. A los pocos meses, consiguió trabajo de empleada doméstica en los alrededores de Curuguaty y fue así como conoció al hombre que ahora es su pareja.
“A los siete meses (de la masacre) volví a casarme. Algunos me cuestionaron, a las mujeres nos cuestionan estas cosas, pero yo tengo mis razones. Quería estar con mis hijos y ocuparme de la casita que había construido en el patio de mi padres, quería ocuparme de mis animales y este era un hombre que se mostraba con atenciones y paciencia hacia mis hijos. Siempre fui de tener muchos animales. Entonces, nos casamos y en el aniversario de Marina Kue, yo decidí y nos unimos a la re-ocupación.”
La vida de Fermín Paredes no podía haberse perdido en vano, pensaba. Por eso volvió al lugar que había ocupado junto a su nueva pareja y montó su casita. “Construimos nuestra casa de madera y zinc. No teníamos agua ni electricidad. Mi marido cavó el pozo y yo ayudé a sacar la tierra. Un 8 de diciembre, nos salió el agua y si antes ya creía en Dios y la Virgen, tomé como un milagro. Desde entonces, estoy aquí.”
Con la constante amenaza de un nuevo desalojo, con muchos de sus vecinos y ex vecinos en la cárcel, decidió quedarse en los montes de Marina Kue con sus hijos. Al principio, ir a la escuela desde allí era muy difícil. La más cercana quedaba a unos 30 kilómetros. Entonces, Blanca y otras madres comenzaron a pedir ayuda para construir una escuela.
“Hace nueve años que vivimos en Marina Kue, ahora tenemos escuela, tenemos electricidad, agua. A veces, hay cosas que parecen poco, pero para nosotros es señal de jeiko porã – vivir bien–. Por ejemplo, ahora nos bañamos con ducha eléctrica”.
Blanca es de perfil bajo, pero no escapa a los compromisos. “Yo no quiero estar en los papeles, en las comisiones, en la cabeza, pero siempre estoy con el cuerpo. Cuando se construyó la escuela, acarreé materiales, cociné para las personas que construían y me fui a hablar donde hubo que hablar para pedir la escuela para mis hijos”.
Tuvo otros dos hijos con su nuevo marido. Antonela, de ocho años y Ayleen, que ahora es bebé. “Mi hijo mayor ya tiene quince años, y como todavía no hay colegio en Marina Kue, va en moto por las mañanas a una comunidad cercana. Él ya es mecánico de moto y, por las tardes, atiende en su taller en mi casa. Mi otro hijo, tiene once años y también sale de la comunidad para estudiar. Mi hija sí va a la escuela Mártires de Marina Kue”.
Kuña ojehekakuaáva –mujer que sabe rebuscarse– así se define Blanca. Además de sus animales, además de su huerta, del cuidado de sus hijos, Blanca tiene un pequeño negocio de venta de ropas. “Vendo en mi casa, pero más como ‘macate’, pongo mis mercaderías en un bolsón y voy”.
“Nos hace falta que la escuela sea reconocida, porque hasta ahora depende de otra escuela del distrito; que se regularicen nuestras tierras y que tengamos un puesto de salud en Marina Kue”.