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Qué pueden ser esas medidas de no repetición es lo que Valiente, Abel Areco de Base IS y la abogada Milena Pereira conversan con Norma, Isabel y el resto de los firmantes de la demanda mientras toman tereré. «Lo que más fácilmente hace el Estado es pagar», les explica Valiente. En todas las sentencias en su contra en la Corte IDH, Paraguay suele cumplir la indemnización. La condena le impone al gobierno paraguayo una fecha límite, diciembre, para sentarse a negociar los términos con las familias.
«A mí nadie me cuenta nada en la cara, pero la gente dice que a nosotros se nos va a dar plata y que para nosotros nomás son los beneficios. Y no es así», protesta Norma Portillo. «Soy muy problemática, eso dicen los brasileños, por eso segurito no me ofrecen alquilar mi tierra también». Norma se queja que a ella los brasileños no le quieren ni vender maíz para sus gallinas. «Entonces tengo que esperar a que venga mi marido para irme a comprar a Curuguaty, que es lejos». Mario Cañete, su pareja, era maquinista. «Como no habla portugués, no le contratan acá». Así que trabaja en una estancia a 70 kilómetros de Yerutí. Ve a Norma, su hija y su nieto cuatro días al mes.
«La soja avanza, las chinches no» promete el cartel a la entrada del camino de tierra que lleva a Yerutí. La soja empezó a avanzar en Paraguay en los 90, con la marcha al oeste de los agricultores brasiguayos que eran expulsados por la concentración de tierras en Brasil. Pobres en su país, al otro lado del río Paraná se volvieron ricos con sus maquinarias, la soja transgénica y agroquímicos. Mientras tanto, los campesinos paraguayos se enfrentaban a la debacle del algodón, explica el antropólogo Kregg Hetherington en su ensayo «La Soja ante la Ley».