Marcelo Sánchez se quedó sin trabajo el 9 de abril. Sus patrones cerraron el local de electrónicos en la Rua 25 de marzo, en Sao Paulo, Brasil, el epicentro actual de la pandemia. Para regresar a Paraguay, esperó 24 horas en la frontera, en la pasarela del Puente de la Amistad. Jorge Ozuna, estudiante de Ciencia Política en Foz de Iguazú, al otro lado del río, pasó días amontonado con cientos de personas en el mismo lugar. Estaba allí Matías Domínguez, de 22 años, quien dice que jamás pensó vivir algo así, varado seis días en el puente. También Isaac Velázquez, de San Pedro. De sus siete hermanos, tres trabajan en Argentina y hasta hace semanas, él en Sao Paulo. Pero el negocio donde se dedicaba a mover mercaderías como estoquista también cerró.
Cuando los dejaron pasar, los llevaron a una cancha techada con zinc en Ciudad del Este. Así el gobierno aísla a los migrantes para hacer una cuarentena obligatoria. Diez días después de haber ingresado les hicieron el test de coronavirus y todos dieron positivo. De las cien personas confinadas en ese lugar, 86 contrajeron el virus. Ellos aseguran que se contagiaron allí.
Al 21 de mayo, Brasil sufre más de 290 mil casos de coronavirus, 19 mil muertes y los pronósticos apuntan a que será el segundo país más afectado por la pandemia en el mundo. Mientras Paraguay –que ha dependido históricamente de la suerte de ese país– hoy está en una posición inaudita: es uno de los tres países sudamericanos con menor cantidad de fallecimientos, con una baja circulación comunitaria según los registros del Ministerio de Salud y una cuarentena que Reuters calificó de las más exitosas para detener la propagación del virus. La crisis sanitaria no ha llegado, al menos por ahora, a los hospitales de uno de los países más desiguales de Sudamérica. En parte, gracias a la política de aislar a quienes retornan al país. Pero se ha desbordado en el mismo lugar que hace de cortafuegos: los albergues para paraguayos migrantes.
Entre el desempleo y la discriminación: el drama del retorno de los que migraron
Desde el 1 de mayo, el reporte diario del ministro de Salud Julio Mazzoleni mantiene una llamativa tendencia: más del 90% de los casos positivos de covid19 provienen de algunos de los 55 espacios habilitados por el gobierno para paraguayos que retornan desde Brasil, Argentina y otros países, afectados por la pandemia.
Quienes migran a Brasil son en su mayoría jóvenes originarios de departamentos como Alto Paraná, Caaguazú y San Pedro, los dos últimos los más pobres del país. Jóvenes desplazados por la bonanza del boom del agronegocio, el rubro económico de mayor riqueza del país pero que emplea a poca gente. Muchachos inquietos como Javier Alarcón, de 22 años, quien ganó notoriedad y hasta amenazas de muerte por redes sociales luego de escapar del albergue donde hacía cuarentena en Ciudad del Este. La policía lo detuvo días después. Se había fugado por miedo. Volvió por la misma razón. «Me amenazaron. Me entregué porque escuché que le iban a llevar a mis hermanitos», cuenta.
Javier trabajaba en Caixas, en Rio Grande do Sul, en un cultivo de frutas, hasta que llegó la pandemia a la región. Dice que ganaba bien, el equivalente al sueldo mínimo mensual de Paraguay –alrededor de 300 dólares– y no tenía que pagar por comida ni hospedaje. Antes de ir a Brasil, vivía con su mamá en Tembiaporã, Caaguazú. Cuenta que la mayoría de las familias de allí trabajan la tierra, «pero como los brasileños agarran todo» con sus cultivos mecanizados, lo que les queda a los campesinos es producir para autoconsumo.
Otros paraguayos como Marcelo Sánchez, que ahora tiene 25 años, emigraron muy jóvenes. Con 19 años dejó su ciudad Presidente Franco en Alto Paraná. «Me fui buscando mejores oportunidades. Yo estaba desempleado acá en Paraguay, allá por el 2014. Estaba con todo el vigor de la juventud, quería trabajar y no encontraba oportunidades. Donde te ibas acá te cerraban las puertas, te querían explotar, te daban mucho trabajo por poca remuneración. Y decidí irme», cuenta.
Isaac Velázquez, de Capiibary en San Pedro, llevaba casi diez años trabajando en Brasil. Además de la incertidumbre en la que está, ahora también le afecta la discriminación y el rechazo de muchas personas hacia los que migraron y hoy necesitan volver. El temor es que «traigan» el virus.
Hace más de un año, grupos conservadores se oponían a que Paraguay adhiera a un pacto migratorio mundial de ONU. Predecían que con la adhesión, el ingreso en masa de extranjeros sería inevitable, algo catastrófico a su criterio. Nadie imaginaba entonces la escena que ya es cotidiana: cientos de paraguayos y paraguayas intentando cruzar las fronteras buscando refugio en su país. Menos que serían insultados y estigmatizados por sus compatriotas.
«Me gustaría que la gente entienda y comprenda que no nos fuimos porque queríamos. Nos fuimos del país para enviar remesas. Las personas se van a trabajar: mandan dinero para comprar remedios, zapatos para su hermano, el uniforme de la escuela o aunque sea para comer una galleta. La gente dice que somos haraganes, que nos fuimos a vagar. Desconocen la realidad», dice Isaac Velázquez en una mezcla de guaraní y español, de rabia e indignación. «Acá entre los 86 que estamos no hay ningún haragán. ¿Cómo podría un haragán vivir en un país ajeno si no trabaja?»
En una entrevista con El Surtidor, el embajador Federico González, ministro asesor de Asuntos Internacionales de la Presidencia, comenta que hay 3.600 personas que se comunicaron con embajadas y consulados pidiendo su repatriación. Pero la estimación del total que quiere retornar es mucho más grande, alrededor de 25 mil compatriotas. «Sólo en Argentina hay un millón y medio de paraguayos. Si un porcentaje de ellos quiere volver ya supera ampliamente nuestra estimación», dice el ministro.
Aunque la capacidad actual de los albergues –de 2.000 personas aproximadamente– es insuficiente y dificulta los trabajos de repatriación, Federico González confesó en una entrevista a Última Hora que el rechazo de la ciudadanía también es un gran obstáculo. «Abortamos operativos de retorno por miedo de la gente», admitió. Unos veinte operativos fueron cancelados. El ministro contó que, en uno de ellos, los vecinos alambraron un albergue al que querían trasladar a una pareja con su bebé recién nacido. Días antes, otros vecinos prendieron fuego con cubiertas frente a un predio que se estaba acondicionando. Ahora mismo dice que trabajan para instalar otro albergue, aunque un grupo de personas ya presentó un amparo judicial para impedir su ubicación.
«Huyó de cuarentena obligada: policía lo busca porque puede ser “bomba” de contagios.»
Así se refería uno de los medios que publicó la noticia de la fuga de Javier Alarcón. En ese entonces, él cuenta que ni siquiera le habían hecho la prueba. «Me trozaron los paraguayos», dice. Su mamá se enteró antes que él de su resultado. Es lo que más le duele hasta ahora.
La vuelta de los expatriados, el fenómeno que nadie pudo prever
El epidemiólogo Guillermo Sequera, director de Vigilancia de la Salud del Ministerio, es el principal estratega de las medidas sanitarias que adoptó el gobierno en la pandemia. Hasta hoy, sus recomendaciones mantienen al país en una posición prometedora ante la mayor crisis mundial de salud pública en un siglo.
Reconoce, sin embargo, que no pudieron prever el fenómeno que se vive en las fronteras. «Voy a ser sincero. Sí sabíamos que iba a haber movilidad de gente de ambos lados, pero no sabíamos que iba a volver tanta gente. No estimamos que la gran migración expulsada volvería tan rápido. Especialmente la más frágil, la que menos arraigada está, que es la de Brasil, y que ahora estamos viendo el tamaño que tiene», dice en una entrevista a El Surtidor.
La idea de ubicar a los que retornan en albergues, comenta, «es una estrategia que se aplica a menudo a poblaciones refugiadas». Paraguay es de los pocos países que lo hace en el contexto de la pandemia. «Afuera quieren saber qué estamos haciendo de diferente y la verdad es que lo diferente son los albergues», comentó a la periodista Mabel Rehnfeldt en otra entrevista. También reconoció que es un modelo con muchas limitaciones que merecen reflexión.
Jorge Ozuna enumera algunas de esas limitaciones al referirse al albergue donde lleva más de tres semanas. Los 86 que están ahí duermen en colchones inflables en el piso, con poca separación entre sí. De noche sienten mucho frío. Él no sabe si la congestión que tiene es por el virus o por la humedad del lugar.
Todos aseguran que les practicaron las pruebas del covid19 recién diez días después de haber ingresado al albergue. De la fecha en la que recibieron los resultados recuerdan un malestar inmenso.
«Prácticamente el mundo se cae encima de nosotros. La incertidumbre es lo que más te afecta. ¿Qué va a pasar ahora? ¿Nos van a separar? ¿Vamos a ir al hospital? ¿Qué síntomas vamos a sentir? ¿Será que alguien aquí va a morir? Entramos en una paranoia colectiva», rememora Marcelo Sánchez.
Isaac Velázquez habla de fracaso de la sanidad de su albergue: «Yo creo que todos nos contagiamos aquí. No hay condiciones para hacer una cuarentena o un aislamiento correspondiente. ¿Cómo vas a hacer aislamiento con 86 personas debajo de un tinglado?»
Una estrategia sanitaria que tiene costos
El doctor Guillermo Sequera asume la posibilidad de contagios dentro de los albergues. «Pero me animo a decir que hasta el 80% de los contagiados ya vienen así», dice. Estima que un 10 a 20% de personas se contagian por la estrategia en sí: «Es el costo de la estrategia. Estamos exponiendo al riesgo a pocos por evitar arriesgar a muchos».
Cuenta que desde el 28 de abril cambiaron el protocolo y empezaron a aplicar los tests al covid19 desde el momento que llegan los migrantes a los albergues. Buscan así disminuir los contagios una vez que están adentro.
Para el ministro González, los contagios masivos ocurren en los buses de larga distancia y en el puente de la Amistad, donde las personas pasan horas. Pero reconoció que las ciudades fronterizas de Ciudad del Este y Pedro Juan Caballero son el principal desafío por la gran cantidad de personas que necesitan entrar: se llenan los albergues y el distanciamiento es impracticable.
Lo más notable es que la estrategia concebida como un éxito en la contención del virus no tiene presupuesto. «Tenemos que lidiar con lo que se tiene, administrar realidades y el presupuesto que se utiliza para albergues en las unidades militares es el mismo que le fue asignado para darle de comer a sus tropas, a sus oficiales. Lo mismo en la policía», cuenta el ministro.
Aunque el gobierno asumió una deuda de 1.600 millones de dólares para la contingencia del covid19, ni un porcentaje de ese dinero está siendo destinado a repatriar, habilitar nuevos albergues o mejorar sus condiciones sanitarias. No hay recursos para el cortafuegos de la pandemia.
Derecho a migrar, derecho a volver
Lo que no resuelven los recursos son los riesgos y la discriminación que sufren los albergados. Javier Alarcón reconoce su falla, pero sigue afectado por comentarios en redes sociales, donde desconocidos pedían «meterle bala» por haberse fugado. Pero lo que más le molesta es que hayan divulgado los resultados de su test al covid antes que él mismo sepa. El Ministerio de Salud pide resguardar esta información si el paciente no da su consentimiento para hacerlo público.
«No me respetaron. ¿Para qué subieron al Facebook en vez de esperar y entregarme mi resultado? Eso era para que yo le cuente a mi familia nomás. No hacía falta que se entere todo el país, si ya en mi zona nosotros estamos muertos. La gente nos rechaza a todos los que estamos acá», dice, dolido.
La abogada y especialista en derechos humanos Mirta Moragas dice que «Paraguay no puede impedir la vuelta de personas que no tienen otra opción». Cita la Constitución Nacional: el derecho a transitar el territorio, dejarlo y volver a él está garantizado.
Dante Leguizamón, del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura en Paraguay (MNP) dice que, según la normativa internacional, «si una persona no puede disponer de su libertad o de su movimiento, ya sea por una orden judicial, ya sea por una orden administrativa, de alguna manera está privado de libertad». Esa es la situación de las personas en los albergues. Y por tanto, en algún momento esas personas podrían recurrir judicialmente contra el Estado si consideran que la resolución de las autoridades no es razonable.
Además, el Estado, «al privar de libertad, el cuidado sobre la vida y la salud y la seguridad se potencian porque decide que vos no salgas. Entonces debe protegerte», explica Leguizamón. Esto significa que es responsable de todo lo que ocurre con las personas confinadas en pandemia porque están bajo su custodia. En el caso extremo –pero no improbable– de que una persona muera en un albergue, «podría haber responsabilidad administrativa o responsabilidad penal si se comprueba que hay una falta al derecho a la salud», reflexiona.
Al secretario ejecutivo de la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy), el abogado Oscar Ayala Amarilla, le preocupa que los albergues puedan propiciar contagios de las personas. «Si bien es una estrategia de salud pública que tiende a preservar a la sociedad de un potencial contagio masivo, genera para quienes están en esa situación de cuarentena una restricción de derechos que no está siendo debidamente atendida y les expone a riesgos de salud importantes», dice.
Sugiere ajustar los protocolos de aislamiento, mejorar la provisión de información a los albergados y mecanismos de consulta permanente para ellos. También recomienda que el Estado asuma el financiamiento de la estadía en los hoteles habilitados como Hotel Salud. Para paliar la falta de lugares, el gobierno habilitó una segunda fase para recibir a gente en once hoteles privados con 500 habitaciones disponibles. La diferencia con otros albergues es que éstos tienen un costo que tienen que asumir los albergados.
Para Ayala, esto quiere decir que hoy sólo quienes pueden pagar hacen una cuarentena segura al volver al país. «El Estado se desentiende así de muchos trabajadores que no tienen la posibilidad de costearse eso».