A Olinda Ruiz y a Alegría González les da algo de vergüenza admitir que no sabían mucho de la dictadura estronista hasta que dejaron la adolescencia. Dicen que en sus colegios poco o nada se hablaba de eso. Ambas, también, comparten el dolor que sintieron al enterarse del rol que tuvieron sus familias en ese régimen del terror.
Alegría revisaba una página de exiliados paraguayos en Argentina cuando un testimonio le llamó la atención. Hablaban de Alberto Planás, su bisabuelo paterno. Que lo vieron borracho en una cámara de tortura. Su bisabuelo fue Jefe de Investigaciones de Stroessner.
Olinda estaba en la facultad cuando fue al Museo de las Memorias en Asunción por primera vez. En una lista de policías torturadores identificados con los testimonios de víctimas del régimen dictatorial uno le era familiar: Julián Ruiz Paredes, su abuelo. La urgencia de saber mucho más no tardó en aparecer.
«Salí del museo, llamé a mi mamá llorando y ahí empezó el proceso de hacer las primeras preguntas en mi familia», cuenta Olinda, quien hoy tiene 33 años y es psicóloga y sistematizadora. Investigando se topó con una demanda de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado paraguayo por la detención ilegal y arbitraria, tortura y desaparición forzada de Agustín Goiburú, Carlos Mancuello y los hermanos Rodolfo Feliciano y Benjamín de Jesús Ramírez Villalba entre 1974 y 1977. Allí también figuraba su abuelo junto a otros conocidos represores como Sabino Augusto Montanaro, ministro del Interior y amigo cercano de Stroessner.
En lo que ella llama «los archivos del terror familiar», una serie de documentos que su abuela guardó y que desempolvó luego de su muerte, logró confirmar el cargo que ocupó en la dictadura Julián Ruiz Paredes: director de vigilancia y delitos, una dirección dentro del departamento de Investigaciones de la policía, lugar donde se realizaban interrogatorios, torturas y ejecuciones bajo el mando de Pastor Coronel. Su abuela, Olinda Gregor de Ruiz, también policía, trabajó en la dirección de Identificaciones. Con los documentos en mano, logró lo que no había podido hasta entonces: hablar con su papá. Desde entonces él no dejó de responder a todas sus preguntas sobre los abuelos. «Fue muy difícil para mí destruir ese otro relato hegemónico familiar en los que ellos eran héroes y luego pasaron a ser unos genocidas torturadores», dice Olinda. Pero callar dejó de ser una opción.
En la casa de Alegría no se cuestionaba la dictadura. Cada 3 de noviembre, aniversario del nacimiento de Stroessner, se celebraba. «Eso siempre fue bien visto. Ese era mi mundo, donde yo crecí», cuenta. Pero a sus 26 años, desde la fotografía y el arte visual trata de construir una mirada crítica hacia esa relación. El quiebre que tuvo con su familia cuando decidió salir del closet hace unos años y reafirmarse como lesbiana le impuso una distancia que le ayudó a mirar su vida desde un nuevo ángulo. Vivió el funeral de su abuelo materno, también ligado a la dictadura, con cierta lejanía. La bandera del Partido Colorado sobre el féretro, las personas que fueron a rendirle homenaje, todo comenzó a parecerle extraño. «Ya no podía no saber quiénes fueron mis antepasados y cómo es que estoy donde estoy», dice. Con esa inquietud empezó a indagar.
«Mi abuelo materno es César Benítez Bogado y fue delegado de gobierno en tres departamentos durante la dictadura, en San Pedro, Ñeembucú y Paraguarí», revela. Y por el lado de su padre, tanto su bisabuelo quien fue jefe de investigaciones antes de Pastor Coronel como su tío abuelo José Alberto «Icho» Planás figuran en el informe de la Comisión de Verdad y Justicia entre los 3.336 beneficiarios de tierras destinadas para la reforma agraria pero que Stroessner repartió a políticos, militares y empresarios amigos. Al preguntar a su papá sobre esas tierras, él negó con firmeza la tenencia de las mismas.
«No puedo asumir la responsabilidad de mis abuelos, no puedo cargar con su culpa. Pero sí siento que tengo una responsabilidad histórica», dice Alegría. Esa convicción, que convive con sentimientos de incomodidad y contradicción, la llevó a conectar con historias similares a la suya fuera de Paraguay: la de hijos, hijas y familiares de genocidas que hoy se agrupan bajo el nombre Historias Desobedientes.
Un movimiento que desafía el silencio familiar sobre los crímenes de las dictaduras latinoamericanas
Obedecer viene del latín obaudire, que significa poder escuchar, entender lo que te dicen y seguir ese mandato. Así lo explica Analía Kalinec de Argentina, una maestra y psicóloga de 42 años que integra el colectivo Historias Desodebientes. «Desobedecer tiene que ver con desoír lo que se nos está diciendo. Nosotros venimos de familias donde imperan cosmovisiones del mundo a las cuales vamos renunciando y nos vamos oponiendo», dice.
Kalinec decidió renunciar y repudiar públicamente a su padre Eduardo Kalinec, alias Doctor K, un exmilitar de la dictadura argentina que fue detenido en 2005 con prisión preventiva, luego juzgado y condenado a cadena perpetua en 2010 por crímenes de lesa humanidad. «Hasta el momento de la detención yo ignoraba totalmente la vinculación de mi papá con la dictadura. Incluso, hasta la existencia de una dictadura», cuenta Analía. Desde entonces empezó a dibujar su coexistencia con un hombre que como padre se mostraba amoroso y protector pero que, como pudo constatar leyendo testimonios de sobrevivientes, también torturó, desapareció y mató. Publicó un libro –Llevaré su nombre– donde enumera los crímenes que cometió su padre y desafía los mandatos familiares.
Historias Desobedientes se fundó en 2017 en el marco de una marcha histórica en Buenos Aires que convocó a miles de personas en las calles en contra de una sentencia de la Corte Suprema conocida como 2×1. La misma beneficiaba a represores con la excarcelación. Pero para Analía el proceso de Desobedientes empezó mucho antes y no se puede entender sin el trabajo de organismos de derechos humanos, de las Madres y las Abuelas de la Plaza de Mayo, de la voluntad política del expresidente Néstor Kirchner y la confluencia de todos los poderes del Estado para revisar y confrontar el pasado para no repetirlo. «Argentina es un país que ha juzgado a los responsables de crímenes de lesa humanidad con sus propios tribunales, con sus propias leyes, cosa que no ha pasado en ningún otro país, en ningún otro continente», dice. Para ella, estas condiciones ayudaron a que los propios familiares de cómplices de la dictadura tomen conciencia.
«Somos las hijas, los hijos, las nietas, los nietos de los genocidas que asumimos el horror de lo que hicieron nuestros familiares, no sin dolor, no sin costos emocionales, no sin costos familiares, pero que entendemos que el deber social de repudiar estos crímenes, un deber social de luchar y de trabajar para que esto no vuelva a repetirse. Por eso salimos a dar testimonio», explica Analía. Hoy el colectivo reúne a más de 150 personas y se ha extendido a Chile, Brasil y, recientemente, a Paraguay. El capítulo local se oficializó en un acto organizado por la Codehupy (Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay) en la plaza de la Democracia en diciembre de 2021. Allí estuvieron Alegría González, Olinda Ruiz, Analía Kalinec y defensores de derechos humanos.
Un capítulo nuevo en la búsqueda de verdad y justicia en Paraguay
A Olinda no le fue fácil lidiar con el miedo de pensar qué dirían los sobrevivientes de su abuelo por haber heredado una historia terrible. «Me llevó como dos años trabajar ese tema para estar sólida y pararme frente a los sobrevivientes y sumarme a ellos», cuenta. Alegría no sabía dónde estaba ubicada pero mientras más indagaba, más fuerte se volvió la necesidad de tomar una postura. «El nombre no se puede quitar. Lo que queda es ver qué puedo hacer desde el lugar que me toca», asegura. Se acercó a Codehupy, que la apoyó y colaboró en afianzar la conexión con el colectivo Desobedientes.
Para su secretario ejecutivo, Oscar Ayala, el gesto de mujeres jóvenes como ellas tiene un hondo significado para todo el país y su historia: «En una sociedad donde no se habla lo suficiente sobre los crímenes de la dictadura […], es una llamada de atención y una interpelación que puede renovar un debate sobre memoria histórica y sobre la necesidad de justicia».
A Rogelio Goiburú, encargado de la Dirección de Reparación y Memoria Histórica e hijo de un desaparecido en el marco del Plan Cóndor, le da esperanza saber de ellas. Conoció a Alegría un 2 de febrero en una cafetería del centro de Asunción, luego de que ella se pusiera en contacto con él. Fue la primera vez que un familiar de cómplices de la dictadura le pidió hablar. Conversaron por horas.
«Éstas jóvenes no son culpables de lo que hicieron sus abuelos, en absoluto», asegura Rogelio. «Es cierto que en nuestro país tenemos a muchos que de ninguna manera se arrepienten de lo que hicieron sus progenitores porque gozan de la riqueza malhabida. Pero Desobedientes nos muestra que otra forma de vivir es posible, a pesar del dolor que genera romper con las familias», dice.
A Olinda le costó saber todo lo que su papá sí sabía de su abuelo. Que mataba y torturaba, lo sabía. Él le contó que a veces, de joven, visitaba su oficina. Allí vio la tina donde ahogaban a los presos. Allí escuchó gritos. Le contó que sabía y que no estaba de acuerdo. «Pero en la generación de mi papá, al menos él sostuvo el silencio familiar como una manera de resguardo. La violencia desmedida de mi abuelo también la vivían en el interior de su casa», explica Olinda.
Eso cambia con ella. «Hay una distancia generacional muy importante que permite que los nietos podamos romper el silencio de una forma más sencilla y confrontativa. El tiempo hace que yo pueda hablar», dice.
Olinda está trabajando en un documental sobre cómo opera el silencio en las familias. Habló con su hermano sobre su proyecto con algo de preocupación a su reacción, pero se sorprendió cuando él le confesó que ya sabía que su abuelo era un asesino, porque le había comentado su padre. Le dijo que alguna vez su papá quiso darle el arma que perteneció a su abuelo, pero no lo aceptó. Pensó en la cantidad de personas que pudo haber matado con esa arma. «Para mí, que no haya querido heredar el arma fue muy importante porque es como una metáfora. Somos los herederos pero no queremos tomar eso», reflexiona.
Alegría tuvo quiebres familiares y amistosos por la postura que asumió. Tiene nueve hermanos con los que habla poco hoy. Cuando se le pregunta qué implica desobedecer, se quiebra. «Es un desprendimiento total, deshacerte y hacerte de nuevo», dice entre lágrimas. La terapia le ayudó a atravesar la vergüenza y la soledad que sintió por mucho tiempo. No se arrepiente de lo que ha hecho. Lo volvería a hacer. «Es una posición política que debemos tomar, la de desobedecer. Nosotras podemos colaborar con la memoria, la verdad y la justicia».