No hay nueva normalidad en las cárceles

Hacinamiento, abuso de poder y falta de acceso a la Justicia son factores de riesgo en prisiones que ya estaban en crisis antes de la pandemia.

Mantener la sana distancia en penitenciarías con un 80% de sobrepoblación es impracticable. Igual que lavarse las manos con frecuencia cuando el acceso al agua se limita a 14 horas por día o no hay. Y tener un tapabocas se suma a la lista de «derechos» que solo se pueden comprar en el penal.

Todo lo que recomienda el Ministerio de Salud contra la covid-19 resulta un absurdo en prisión.

Al 30 de abril de 2020, 15.170 personas están privadas de su libertad en Paraguay. La Penitenciaría Nacional de Tacumbú, la más grande del país, tiene una población de 2.938, casi el doble de su capacidad. Héctor –nombre ficticio– describe las condiciones en las que viven.

«En algunos lugares estamos entre seis camas encimadas, uno sobre otro. Se comparten dos baños entre 60 y 80 personas en pabellones para 25 personas. Se forman filas de dos hileras de 2.000 a 2.500 personas encimadas cuasi-prensadas en un espacio de no más de 70 metros»

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Ocho de cada diez personas estaba presa sin condena en 2018. Este abuso de prisión preventiva propició el hacinamiento y más tarde, una crisis penitenciaria con irrupción de grupos del crimen organizado. Esto derivó en 2019 en la derogación de la ley 4431/2011, que limitaba a los jueces otorgar medidas alternativas a la prisión preventiva. Según el Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura, la medida tuvo un impacto positivo, aunque todavía insuficiente.

En pandemia, el Ministerio de Justicia informó que hubo un descenso en la población penitenciaria, en parte, por la salida de 1.083 personas de marzo a mayo. El 70% de las salidas se dio por arresto domiciliario, compurgamiento (cumplimiento) de pena y medidas sustitutivas a la prisión preventiva. Otro factor que contribuyó fue la prohibición de nuevos ingresos en los penales.

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A la sobrepoblación se suman la impunidad en casos de tortura por parte de guardias, falta de acceso a la Justicia y corrupción. Adentro, todo se soluciona con plata. Si querés un colchón para no dormir en el piso, tenés que pagar. Si querés ir a la sanidad, tenés que pagar. Si querés un celular, tenés que pagar. Si el guardia te saca el celular, le tenés que pagar. Si no querés ir al calabozo porque te pillaron con el celular, tenés que pagar. Si querés meter droga, tenés que pagar.

Un hombre que lleva más de una década en prisión dice ser consciente de que ahora sus vidas importan menos que nunca.

«Es desesperante estar privado de libertad en medio de una pandemia. Vivir pensando en mi familia, en cómo estarán, es una situación muy difícil. Estar preso es duro luego, pero es mucho más duro ahora»

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Por un lado está el miedo a contagiarse en prisión; por el otro, el miedo a que alguien de la familia enferme. Esto le pasa a Javier, a quien le cambiamos el nombre para compartir su testimonio.

«Vivimos en psicosis colectiva por el hacinamiento, las precarias condiciones de reclusión y a sabiendas de la incapacidad del gobierno de garantizar adecuadas condiciones de higiene. La situación de nuestros familiares nos crea sentimiento de preocupación día y noche»

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Hasta el 15 de junio de 2020, el Ministerio de Justicia no reportó ningún caso de covid-19 en los centros penitenciarios. Una de las medidas que adoptó contra el virus fue la prohibición de visitas a mediados de marzo: si el virus entra, vendrá de afuera. Los internos de Tacumbú protestaron por la reapertura en varias ocasiones, hasta que el ministerio permitió las visitas sociales desde el 31 de mayo. Pero no todos quieren recibir a sus familiares.

«Ore ko’ápe kuréicha chikérope roĩmemba ojo’ári», esto es: «Aquí estamos encimados como chanchos en un chiquero», dice un joven en la penitenciaría Padre Juan Antonio de la Vega, en Emboscada. Aunque las visitas se reanudaron, le pidió a su madre que no vaya más para evitarle un mal rato. La mujer de 43 años cuenta que cada vez que iba, las guardias mujeres la humillaban. Pide resguardar su identidad por miedo a represalias contra su hijo. La llamaremos Nancy.

«Te meten en una piecita donde hay tres mujeres. Primero te hacen sacar la ropa, luego el corpiño. Después tengo que alzar mi pollera y sacar mi ropa interior. Me tengo que sentar tres veces y ellas te miran fijamente ahí abajo. Una vez cuando me fui – disculpame lo que te voy a decir – yo estaba menstruando. Me tuve que sacar mi Modes ahí enfrente de ellas. Revisaron todo, tuve que deshacer mi toallita delante de ellas para demostrar que no tenía droga. Imaginate na eso, te humillan ahí»

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La abogada Soledad Villagra, comisionada del Mecanismo de Prevención de la Tortura, explica que la inspección vaginal descrita por Nancy es un trato cruel, inhumano y degradante prohibido en la Constitución y la legislación internacional. También que es un tipo de violencia sexual que atenta contra la dignidad. Advierte que este trato humillante afecta el vínculo entre la persona privada de libertad y la familia porque disminuyen las visitas para evitar el maltrato. Y resulta inefectiva para reducir el ingreso de drogas, dando pie a la extorsión.

Lorenza Vázquez (65) salió en libertad en noviembre de 2019. Dice que en el Buen Pastor conoció «la realidad del país». Desde afuera, sigue en contacto con las compañeras que se quedaron y trata de ayudarlas como lo hacía cuando estaba en prisión. Para ellas no es fácil sobrellevar la pandemia junto a los problemas de siempre, como la dificultad para acceder a la Justicia.

«Atención de las autoridades es lo que falta ahí. A veces por nada les meten presas a las mujeres y los abogados les estafan. No es que se sale fácilmente. Se tienen que agilizar los procesos de las mujeres privadas de su libertad»

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El 45% de las mujeres privadas de libertad ingresa a las cárceles por tráfico de drogas, frente al 16% de hombres presos por el mismo hecho punible. Soledad Villagra dice que muchas veces las mujeres van a prisión por salvar a sus hijos involucrados en microtráfico o por drogodependencia, que es un problema de salud que la cárcel no soluciona.

«Nos hace pensar cómo es la política de persecución penal: siempre contra los más vulnerables»

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