A muy pocos kilómetros de la frontera entre Paraguay y Brasil, pequeñas comunidades trabajan duro en gigantescas plantaciones ocultas para garantizar la marihuana fumada por millones de brasileños.
Mientras turistas y comerciantes brasileños cruzan el Puente de la Amistad en busca de electrónicos, ropas, bebidas y otros productos, más al norte, en la frontera entre Ponta Porã y Pedro Juan Caballero, el clima no es tan amigable. Hay turistas, sacoleiros y estudiantes de medicina; pero también hay narcotraficantes que de allí despachan cocaína boliviana y marihuana paraguaya para todo Brasil.
Solo en el primer semestre de 2017, la Policía Federal brasileña incautó más de 126 toneladas de marihuana, la mayor parte de la cual provenía del Paraguay. Se trata del «prensado paraguayo», que llega a Brasil en bloques rígidos de un kilo que se fraccionan en pequeños pedazos para su venta al por menor. Esta es la marihuana que está en la boca de los brasileños: según un estudio del IBGE (Instituto Brasileiro de Geografía y Estadística), 4,1 % de los alumnos de 9º año (equivalente al noveno grado paraguayo, cursado mayormente por adolescentes de entre 13 y 14 años de edad) hacen uso de esta hierba. Ocho millones de brasileños, 7 % de la población adulta, ya probaron marihuana alguna vez en su vida, según el II Relevamiento Nacional de Alcohol y Drogas de la Universidad Federal de São Paulo. Los usuarios frecuentes equivalen a 3 % de la población adulta del país, unas tres millones de personas.
Iniciada en la década de 1960 en el departamento de Amambay, el área de cultivo de cannabis en Paraguay viene expandiéndose hacia el norte y centro del país. El Gobierno paraguayo estima que estos cultivos ocupan hoy por hoy entre seis y siete mil hectáreas. Según los datos de la Secretaría Nacional Antidrogas del Paraguay (Senad), 80 % de la producción de cannabis paraguayo es contrabandeado al Brasil. Sin embargo, a diferencia de otros países productores, como Marruecos o Colombia, donde el cultivo –no así el comercio– es permitido, la marihuana paraguaya es ilegal y de pésima calidad.
Para conocer la realidad de estas plantaciones, fui al campo y pasé 15 días visitando cultivos de marihuana en Paraguay. Conversé con personas y familias enteras que hace generaciones ensucian sus manos de tierra con el cultivo del cannabis, para entender sus técnicas, perfil etnográfico y, sobre todo, cómo la prohibición afecta sus vidas. Sin esconder en ningún momento mi condición de periodista, hablé con patrones, gerentes, cultivadores y peones para entender cómo entraron al negocio, sus perspectivas de vida y los valores pagados por el trabajo en los cultivos. Me sorprendió la naturalidad con que hablan del trabajo y el sentimiento de impunidad, garantizado por una red de policías y autoridades corruptas.
Llama la atención las insalubres condiciones de trabajo y las pésimas relaciones laborales –que replican lo que ocurre también en otros ramos del agronegocio–. Después de todo, se trata de eso, un agronegocio extremadamente lucrativo, en gran parte debido justamente a su ilegalidad.
Mi primera parada fue Pedro Juan Caballero, una ciudad de 140 mil habitantes. Allí se cruza la frontera con la ciudad brasileña de Ponta Porã (de 88 mil habitantes) literalmente cruzando la calle. Por esta ciudad pasan las principales rutas del tráfico de marihuana, así como armas, cocaína boliviana y otros contrabandos. Actualmente, el control de estas rutas es disputado por las facciones criminales brasileñas Comando Vermelho (CV) y Primer Comando de la Capital (PCC). En junio de 2016, el gran jefe Jorge Rafaat, hijo de madre paraguaya y padre brasileño de origen libanés, fue asesinado en Pedro Juan Caballero dentro de su camioneta Hummer blindada, blanco de 16 tiros provenientes de una ráfaga de más de 200 disparados por una metralleta .50 montada dentro de una camioneta Hilux. La ejecución del crimen, que se atribuye al PCC, habría costado un millón de reales, según el servicio de inteligencia de la Senad.
Camino que lleva a la región de los cultivos.
Así como en el negocio de la cocaína, la mayor concentración de capital generado por el tráfico del prensado paraguayo está en los intermediarios, mientras que en las puntas (es decir, quien planta y quien vende al consumidor) el volumen de capital es pulverizado en pequeños grupos e individuos. Llama la atención las insalubres condiciones de trabajo y las pésimas relaciones laborales –que replican lo que ocurre también en otros ramos del agronegocio–. Después de todo, se trata de eso, un agronegocio extremadamente lucrativo, en gran parte debido justamente a su ilegalidad.
Patrones, coimas y pistolas
Sombreros de cowboy, botas, guampas adornadas con imitación de piel de felinos y de víboras, tabaco y toda suerte de bagatelas chinas están en venta ambulante en Pedro Juan Caballero, situados en la doble avenida al otro lado de la cual ya es Brasil. No muy lejos de allá, casinos, moteles y burdeles remiten a imágenes estereotipadas de otras notables ciudades fronterizas dominadas por el crimen, como la mexicana Tijuana, si bien aquí no existen muros o control aduanero de cualquier tipo. La «frontera seca» entre Paraguay y Brasil es, de hecho, una línea imaginaria.
Encuentro a Adriano, un brasilero de 25 años, quien habla fluidamente portugués y español, además de guaraní, idioma hablado por 80 % de la población paraguaya y que también da nombre a la moneda local. Pero el guaraní de Adriano es un secreto que él lo tiene bien guardado. Prefiere hacerse el tonto y fingir que no lo entiende, para dejar que los paraguayos hablen más cómodamente. La atención y la cautela son fundamentales para la supervivencia en este negocio. Dentro de su organización, Adriano es uno de los gerentes, hombre de confianza del dueño del cultivo, que queda la mayor parte del año acampando en estas chacras con los trabajadores rurales para intermediar cualquier asunto entre ellos y el patrón.
Aún en Pedro Juan, soy llevado a conocer a Gerson, el patrón de Adriano. Es un tipo de 50 años, también brasilero, «dueño» de dos cultivos de marihuana y nacido en una familia que siempre explotó el rubro en la región. No es de hecho el dueño legítimo de las tierras donde se cultiva la marihuana, las que generalmente son áreas públicas invadidas o un pedazo alquilado en algún latifundio. También me presentan a un paraguayo conocido como Roque, un «agricultor». Responsable por los cultivos del patrón, de la siembra a la cosecha, Roque literalmente pone las manos en la tierra, elije las semillas, fertilizantes y técnicas que serán usadas en los cultivos, además de dar órdenes a los trabajadores traídos para el servicio brazal, principalmente en la época de la cosecha. Roque, que raramente viene a la ciudad, permaneció los seis meses anteriores a mi visita al campamento en la selva cuidando de un cultivo de cinco hectáreas, en aquel momento en proceso de cosecha. Ayudó a cargar una camioneta Hilux 4×4 con alimentos y productos de limpieza, y emprendimos camino por la ruta. Así como la avenida central de la ciudad, la ruta brasileña y la paraguaya corren lado a lado; la única diferencia es que, si el asfalto del lado brasilero es malo, el del paraguayo es pésimo o inexistente. Durante el camino, cambiamos de lado –y de país– diversas veces, procurando saltear puestos policiales. En varios tramos, un pequeño barranco separa las dos rutas, un obstáculo fácilmente vencido con la camioneta, muchas veces sin siquiera la necesidad de desacelerar.
Los policías paraguayos no causan grandes problemas, dicen mis guías. De hecho, en la única barrera en que nos pararon todos mantuvieron la calma. El policía se acercó al vehículo sin decir nada; al volante, el patrón abrió los compartimientos entre los asientos delanteros, sacó cuatro billetes de 100 mil guaraníes y se los entregó al oficial, quien liberó el camino sin decir nada más. Según ellos, la policía brasilera no es muy diferente, con excepción del Departamento de Operaciones de Frontera (DOF), órgano de la Policía Militar de Mato Grosso do Sul, la única que realmente asusta a los traficantes. «Con ellos no hay juego: es cárcel o cajón», dice Gerson.
El tramo final del viaje pasaba por una ruta con cráteres lunares. Era época de lluvias y buena parte estaba inundada o tomada por el barro. Vi a algunos vehículos atascados por el camino. El sueño de consumo de todos es ostentar una camioneta 4×4 cara, herramienta de trabajo en regiones rurales –y no sería distinto en una región productora de marihuana–. Antes de llegar a la base de operaciones de Gerson, cruzamos, con los vidrios polarizados, una ciudad de menos de mil habitantes. Ellos no pueden correr el riesgo de que alguien los vea.
A diferencia de la frontera, en estos cultivos las disputas entre grupos son casi inexistentes, y las operaciones policiales suelen ser anunciadas y negociadas. Nadie quiere traer mucho ruido o llamar la atención hacia la región.
Alojamiento de peones en el cultivo de Roque.
De los pocos brasileros involucrados en la operación de Gerson, apenas dos irían hasta la ciudad en busca de suministros, sobre todo combustible. Los demás no podían correr el riesgo de ser vistos, limitándose a frecuentar la «base» y los cultivos. La base, o «hacienda», quedaba en una casa dentro de una enorme propiedad rural. Una casa sencilla, con un cuarto lleno de cuchetas, un baño con agua caliente y una televisión con antena parabólica. Adriano me explica que en cinco años en el negocio es la primera vez que tiene ese nivel de comodidad; normalmente se pasa meses acampando en las plantaciones. Otros brasileros viven en la casa, hacen parte de la operación de Gerson y se comunican usando celulares antiguos, con botones, cuyo mayor atractivo es el juego de la viborita. Por no tener GPS, sería supuestamente más difícil rastrear su ubicación.
Adriano, Gerson y los demás brasileros andan constantemente armados con pistolas Glock relucientemente nuevas. El porte y el comercio de armas son casi banales en Paraguay, dicen. «Llegás a la tienda y comprás; si presentás tu CI hasta te hacen descuento», bromea Adriano. Voy comprendiendo que estamos en una zona de exclusión, un narcoestado paralelo, distante de los dominios de las facciones y las agencias policiales. A diferencia de la frontera, en estos cultivos las disputas entre grupos son casi inexistentes, y las operaciones policiales suelen ser anunciadas y negociadas. Nadie quiere traer mucho ruido o llamar la atención hacia la región. Según Gerson, los políticos reciben dinero para retrasar el avance del asfaltado de los caminos que conectan las regiones productoras, lo que ayudaría a complicar cualquier operación policial. La excusa para el armamento constante sería defenderse de otros grupos, policiales o ladrones, además de eventuales ataques de animales salvajes.
Las famosas hojas del cannabis son la parte por donde la planta respira y no tienen propiedades psicoactivas, lo que se fuma son las flores que crecen en el tope y extremidades de los gajos.
En los campamentos instalados en la selva, donde existe alguna posibilidad de que ocurra un ataque de jaguareté, peones y agricultores portan apenas un par de escopetas .22, siempre tiradas por los rincones. Ellos cuentan que los enfrentamientos son raros, pero, en la inminencia de una operación policial, algún gerente dispararía tiros de alerta al aire para que todos pudieran huir. Otras veces, el arma en la cintura es señal de estatus, la forma más clara de diferenciar a los patrones y traficantes brasileños de los agricultores y otros trabajadores rurales paraguayos.
Una de las noches llegó la noticia de que un cargamento de una tonelada que había sido despachada por el grupo, se había «arrimado» en São Paulo; Gerson puso una carga de 32 municiones en su pistola automática y disparó todas a lo alto, una ráfaga que duró menos de tres segundos, en un ruido de explosión que hizo saltar a quien estaba en la cama. Al día siguiente, ordenó que mataran un buey. Roque lo faenó, tiró la picaña inmediatamente en la parrilla, separó las costillas y demás partes nobles en el congelador y salvó los huesos y restos de carne para enviar a los peones del cultivo. La postura de los jefes dentro de la casa era prácticamente la de un clima familiar, con muchas risas, juegos, chismes –y gruesos porros de marihuana que llamaban «dedo de gorila»–. En el cultivo actuaban muy distinto: mucho más secos, contenidos, tratando de cultivar una imagen autoritaria y agresiva. Muchos perros, gallinas y otros animales habitaban la casa y proporcionan los momentos lúdicos del cotidiano. Todos despertaban temprano, desayunaban y dividían las tareas domésticas. Después yo salía con Adriano para visitar las dos plantaciones del patrón, pasando en moto por 40 a 60 minutos por caminos cerrados y llenos de barro. Llegué a quedar cuatro noches acampando en una de las plantaciones, acompañando el proceso de la cosecha y el prensado.
Negociación con la Policía
Después de mi segundo día de visita, informantes de Gerson llamaron avisando que hombres de la Senad irían a realizar una operación en un área donde había una plantación suya y otras cuatro de diferentes patrones. La información fue confirmada por otros grupos. Inmediatamente salimos de allá y volvimos a la hacienda, mientras los peones desmontaban y escondían la prensa y los sacos de 30 kilos de marihuana ya seca.
Al día siguiente, recibimos una visita: Cabañas, un señor paraguayo de unos 70 años, con sombrero cowboy y pistola en la funda, acompañado de sus hombres de confianza. Se trata de un «capo» de la región, tiene innumerables propiedades y actúa como intermediario entre dueños de cultivo y el gobierno paraguayo. Sin ningún pudor o disimulo, varios de los integrantes del negocio se llenaban la boca para contar que abastecen una red de coimas que termina en Asunción, eufemismo que alude al presidente de la República.
Cabañas presenta la propuesta de la policía para cancelar la operación: 10 millones de guaraníes por patrón. No sé cuántos patrones había, pero entre las dos áreas de cultivo a las que fui, son al menos diez, y me dijeron que hay centenas de estas áreas de cultivo en la región. Gerson me explica que es siempre lo mismo en la época de la cosecha: amenazan con invadir solo para recoger más coima que lo usual. Curioso, le pregunté sobre las operaciones mediáticas, como la que ocurrió el año pasado, en la cual el entonces ministro de Justicia brasileño, Alexandre de Moraes, bajó de un helicóptero con hombres de la Senad y derribó a machetazos media docena de pies de marihuana. «Cuando es así es todo negociado, les entregamos un cultivo medio caidito, sacamos todo lo que valga algo de allá y dejamos solo las plantas. Si te fijás nunca nadie es preso en esas operaciones», dice. En efecto, nadie fue preso en esa operación.
Los números revelan que las autoridades paraguayas no tienen tanto entusiasmo en combatir el narcotráfico. Según los datos del informe de la ONU de 2016, en 2014 el Paraguay tenía 6 mil hectáreas de áreas cultivadas de marihuana y erradicó 2.474 hectáreas. Ya los números del Observatorio Paraguayo de Drogas disponibles en el sitio web de la Senad discrepan. En aquel año la erradicación habría sido de 1.966 hectáreas. El organismo brinda los datos de los últimos cuatro años; los de 2016, mismo año de la visita de Alexandre de Moraes, son los más bajos. En aquel año habrían sido aprehendidas 276 toneladas de marihuana y 36 plantaciones, destruidas, lo que totaliza 1.298 hectáreas. De los 338 apresamientos relacionados con drogas el año pasado en Paraguay, apenas dos fueron por cultivo de marihuana y 287 por tráfico de drogas no identificadas.
Peones embolsan marihuana recién secada.
La vida en los cultivos
El camino hasta los cultivos era de picadas muy estrechas y embarradas, a bordo de motos que se atascaban día de por medio. No se puede comprar motos mejores pues llamarían la atención.
El primer cultivo de Gerson era dirigido por «Gatito», un paraguayo de 20 años que comandaba una plantación por primera vez. Se dividía una enorme área con otros cuatro cultivos, cada uno con aproximadamente 5 a 10 hectáreas y pertenecientes a diferentes patrones. Durante los cuatro meses de crecimiento vegetativo de la flora, cada uno de estos cultivos es cuidado por un responsable del cultivo y más dos a cuatro personas de confianza, generalmente parientes. Cuando llega el momento de la cosecha, reclutan a diez peones, que quedan acampando durante un mes, ayudando en los diferentes procesos: cosecha, secado, zaranda, despalitado, estoque y prensa. Por estos servicios, los trabajadores, en su mayoría de origen indígena, reciben 70 mil guaraníes por día, con excepción del prensado, servicio de mayor responsabilidad, limitado a trabajadores de confianza que reciben 10 mil guaraníes por hora. Estos valores, así como los del kilo de marihuana, son fijados entre los patrones, para evitar competencia.
Detalle de las flores de cannabis enmohecidas durante el proceso de secado.
Ningún relato verbal, textual, en video o foto es capaz de transmitir el embriagante y estupefaciente olor de la plantación, una fragancia fuerte, dulce, herbal y resinosa que llega a las narices mucho antes de verse el primer plantín. En el campo, la primera cosa que veo son las lonas de plástico negro extendidas con centenas de kilos de flores hembra siendo manipuladas por un par de trabajadores. Doy unas vueltas por la plantación, veo plantas tumbadas pudriéndose y semillas germinando por toda parte. Adriano confirma lo que ya sospechaba: Gatito es un pésimo cultivador, y su mayor pecado es ser cabeza dura. Apenas la semana anterior decidió cosechar sus cinco hectáreas, ignorando un periodo de lluvias anunciado por la meteorología. Dadas las pésimas técnicas adoptadas para el secado, toda su cosecha se pudrió. Una tonelada de marihuana podrida y fétida, con ese olor a amoniaco y a ácido de la marihuana descompuesta. Aun así, la misma será vendida en Brasil.
Del medio de la selva surgía una pequeña comunidad de unas 70 personas esparcidas por cinco campamentos. Para cada campamento había una plantación y un patrón distinto. Ellos quedaban lado a lado, divididas por cercas hechas de troncos o barreras verdes. Decenas de hectáreas de vegetación natural son deforestadas anualmente para la producción de marihuana, muchas veces dentro de áreas de protección ambiental, como el Parque San Rafael, en el sur del país, con 78 mil hectáreas y apenas cuatro agentes forestales, y que es blanco de constantes operaciones de la Senad.
Los campamentos donde los cultivadores duermen y realizan los procesos posteriores a la cosecha de la marihuana están allí al lado, en el medio del bosque pantanero. Troncos, piedras, lona, cordones y alambre erigen las tiendas. Cada campamento tiene su alojamiento y cocina. Poroto, arroz, charque, aceite, sal, azúcar, leche y un panificado redondo y pequeño llamado «coquito» son los alimentos provistos por los patrones.
El agua viene de pozos y corrientes de agua, es caliente, turbia o amarronada, generalmente la beben con el tereré, una especie de chimarrão en el cual la yerba mate es servida con agua e hielo. Al menos la yerba disimula el gusto, y principalmente el color asqueroso del agua. El campamento es muy sucio y botellas plásticas de vino barato y Fortín –una caña local– están por todos lados. Durante todos los días que frecuenté esas plantaciones vi apenas dos mujeres: una muy joven trabajando en la zaranda, proceso de secado para separar las flores de las hojas mediante coladores, y otra, también joven, cuidando de una criatura de unos 10 años bajo una carpa en que media tonelada de marihuana esperaba ser embolsada. En este cultivo la jornada de trabajo va de la mañana hasta el caer del sol, con excepción de la prensa, que funciona sin parar, con iluminación proveída por un generador a gasolina. Adriano me cuenta que ya trabajó en cultivos que funcionaban 24 horas durante la cosecha, con fuertes reflectores iluminando los campos.
Viendo a la criatura jugar con un perrito, comencé a imaginar un escenario hipotético en donde, si todo se fuera al demonio, alguien, probablemente Adriano, daría el tiro de alerta a lo alto, todos correrían para dentro del bosque, la criatura correría tras el perro, la madre, tras la criatura y, al final, serían las únicas personas en ser detenidas, y claro, también la media tonelada. Tal vez aquellas dos personas presas por plantación de marihuana el año pasado, según el site de la Senad, hayan caído así.
Cocina en los cultivos de Roque. Arroz, poroto, ensopado de puchero, charque y coquito son los principales alimentos.
El cultivo de Roque
Mucho más alejado de la hacienda, el cultivo de Roque tenía un clima muy diferente, hasta por las «calles» dentro de la plantación, que es como llaman a los corredores entre las hileras de plantas de marihuana perfectamente alineadas. Fue de allí que salieron 700 kilos de la tonelada que produjo la ráfaga en la hacienda. El patrón estaba contento con él.
Roque tiene 25 años, comenzó a plantar a los 17, cuando terminó el colegio y, como era menor de edad, no consiguió ningún empleo. La solución fue cerrar trato con los hermanos más viejos, que ya habían trabajado en algunas cosechas de marihuana. Después de cuatro años trabajando en macheteadas y cosechas en cultivos ajenos, le agarró mano al negocio y empezó a llevar adelante sus propios cultivos, financiados por Gerson.
El cultivador se lleva la mitad del lucro de la venta de marihuana, descontadas las inversiones del patrón. En caso de aprehensión, ambos asumen el perjuicio. A la conclusión de su tercera cosecha, Roque dice que consiguió sacar un dinero y quiere montar un negocio para su familia, una tienda de venta al por menor de suministros para los cultivos de marihuana, como las pequeñas tienditas de la ciudad que venden lona agrícola, alimentos y combustible.
Con la manipulación de las flores durante la cosecha la mano de los peones se llena de resina que reunida se transforma en hachís.
Su próxima cosecha, sin embargo, tendrá un destino muy diferente. Al fondo del campo había dos hectáreas con plantas sanas aún en etapa de prefloración. Roque cuidaba de estas con mucho cariño y apodaba esta plantación como bucetinha («conchita»): se gastaría todo el lucro con novias y prostitutas. La plantación queda a varias horas a pie del pueblo más cercano, con muchos menos habitantes y muy, muy lejos de cualquier ciudad. La mayoría de quienes circulan son trabajadores rurales temporales, traídos amontonados en carrocerías de camión desde otras ciudades. Prácticamente no hay mujeres, pero ellas pueblan sus corazones, mentes y mensajes de WhatsApp. Sí, ellos cuentan con señal 3G e intercambian selfies, desnudos e imágenes de las plantaciones que eventualmente se filtran en la prensa.
En una de mis conversaciones alrededor de la fogata, les cuestioné acerca de historias que oí sobre que en Paraguay aún existirían cultivos familiares. Aún existen en algunas regiones remotas del país, pero, debido a la presión de la policía, sobre todo en las regiones fronterizas, la práctica es cada vez más rara, me dijeron. Los costos de mantener un cultivo no son altos, pero las coimas sí, entonces se hace difícil trabajar operar sin un financiador. «Cada vez se complica más trabajar sin patrón, porque la policía está pidiendo cada vez más dinero», me explica Roque.
Detalle de uno de los procesos de zaranda hecho por uno de los raros cultivadores que consumen la hierba, la mayoría prefiere el alcohol.
Por aquí ningún peón o cultivador trabajó jamás en otro tipo de agricultura. La mayoría es muy joven, alrededor de los 20 años, son callados, desconfiados y se les transparenta la ambición en la mirada, mientras que los más viejos portan el semblante tranquilo de quien vio su vida pasar haciendo siempre lo mismo.
Durante seis meses, Gerson invirtió 50 millones de guaraníes en el cultivo de Roque, y cosechó seis toneladas de marihuana, que, al final del proceso de secado se transformarán en 4,5 toneladas de prensado. Considerando que el kilo en la frontera cuesta 30 reales y en el sudoeste brasileño llega a 600 reales, el negocio es extremadamente lucrativo y seductor, pese a todos los gastos en coimas, fletes y salarios.
El dinero de la marihuana alimenta familias y mantiene microciudades funcionando en el interior de Paraguay, pero no es suficiente para sacar a las personas de la miseria. Los gerentes y cultivadores que conocí tenían muy pocas posesiones, una moto y algunas ropas de marca, vivían una rutina de mucho trabajo, paranoia, y la certeza de que son totalmente sustituibles. Si el dinero del narcotráfico compensa, con seguridad no es para quienes están en la punta del negocio.
Peones en la zaranda, donde se sacude las flores sobre un colador.