20 mil paraguayos y paraguayas trabajan para proveer marihuana al país más grande de Sudamérica. ¿Por qué sus gobiernos se niegan a legalizarla?
La sustancia ilegal más consumida del mundo es el cannabis. Y la más incautada por los operativos policiales desde Tierra del Fuego hasta el norte del Amazonas es la marihuana paraguaya prensada. Le dicen el paraguasho o el paraguaio, dependiendo de en qué lado de la frontera caiga. Pero en realidad es el brasiguayo. Solo el 4 por ciento se queda en Paraguay. No existiría si no fuera por Brasil, que necesita producción para abastecer toda la demanda de sus más de 210 millones de habitantes.
Brasil consume el 80% de la marihuana ilegal que Paraguay produce. El resto va en su mayoría a Argentina, Uruguay y Chile. ¿Cómo se convirtió este país de poco más de siete millones de habitantes en el mayor productor de cannabis de América del Sur?
La producción de cannabis en este país es solo comparable a países como México, India o Marruecos. Pero no es una planta nativa. La marihuana llegó desde Brasil y para Brasil a fines de los años 60. Los brasileños buscaron lugares remotos pero conectados a sus grandes ciudades como Sao Paulo y Río de Janeiro para las primeras zonas de cultivo. Las serranías del Amambay y los alrededores de la ciudad fronteriza de Pedro Juan Caballero fueron el territorio elegido.
Desde los 90, la extensión de los monocultivos de soja, la venta masiva de tierras a colonos brasileños y la concentración casi feudal de la posesión de la tierra provocaron el desplazamiento a las ciudades de, al menos, un millón de campesinos y campesinas. Quienes todavía resisten en el campo cultivando alimentos no pueden competir con los precios de aquellos que ingresan de contrabando de Argentina y Brasil. No hay caminos para la comercialización de sus productos. El apoyo agrícola a las familias es insuficiente. Cultivar maíz, mandioca, tomate o cualquier otra cosa no les alcanza ni para empatar.
En las décadas de crisis del modelo productivo campesino llegaron más contrabandistas brasileños a buscar marihuana. Con un poco de coima a la policía, las familias podían asegurar seguir cultivando marihuana y tener dinero para comprar carne. El negocio creció y se convirtió en una de las pocas salidas económicas para miles de personas ya no solo de Amambay, sino también de Alto Paraná, San Pedro y Canindeyú.
Hoy, aunque no hay un monitoreo de cultivos como en otros países de la región, el Gobierno estima que en Paraguay hay unas 7.000 hectáreas de cultivos ilegales de marihuana. Otras fuentes calculan que podría haber hasta 20.000. En este territorio trabajan al menos 20 mil personas, pocas menos que las que emplea la Policía Nacional, con 26 mil funcionarios. A veces, familias enteras trabajan en cultivos que son propiedad de mafias «brasiguayas» (descendientes de brasileños) o de la mayor banda criminal de América del Sur, el Primer Comando da Capital (PCC).
Muchas de estas familias campesinas lo hacen como último recurso para no migrar. A menos de 100 kilómetros de la frontera con Brasil, Abel Bernal, un campesino paraguayo de 23 años, utiliza las tres hectáreas de su terreno familiar para plantar marihuana. Cada día se levanta al amanecer y trabaja unas ocho horas en su campo.
La fértil tierra colorada le ha dado en tres años cuatro cosechas de unos mil kilos. Y en cada ocasión vendió su producción por alrededor de 3.000 dólares a compradores brasileños. Ellos son los visitantes más habituales de su pueblo de unos 4.000 habitantes, popularizado en la prensa local por las masivas incautaciones de cannabis que la Policía realiza allí cada tanto. Figura en los mapas oficiales como San José del Norte, pero es más conocido como Kamba Rembe.
«Los grandes narcos no existen en Kamba Rembe, esos están en otro lado», explica Abel. Asegura que, en realidad, su comunidad quiere dejar de cultivar marihuana.
En 2015, después de uno de los cotidianos despliegues de la Secretaría Antidrogas y la Policía para quemar y cortar plantaciones, en Kamba Rembe se produjo una protesta insólita: un millar de habitantes, entre familias enteras, ancianos, niños y niñas, salieron a recorrer los caminos polvorientos con pancartas. No pedían la legalización del cannabis, al que llaman «yerba maldita»: pedían volver a cultivar mandioca o tomates en lugar de marihuana. Pero para eso necesitaban servicios públicos mínimos, inversiones del Estado en caminos, créditos agrícolas y el fin de la extorsión policial.
El gobierno de entonces apuró la construcción de 160 nuevas casas y ayudó a canalizar agua y a destroncar tierras. Entregó sistemas de riego y telas para dar sombra a las huertas. También introdujo la producción de gusanos de seda y entregaron más de 40.000 plantines de tomate, pero buena parte de la cosecha se pudrió porque los productores no pudieron transportarla hasta ningún mercado principal.
Hoy, los Poderes Ejecutivo y Legislativo alargan la discusión de una ley que regularice el cultivo del cannabis como ha hecho Uruguay. Una ley que debería ser urgente para el país de América del Sur que abastece a toda la región. Una ley que permita la liberación de miles de familias de las mafias traficantes. Un mercado que podría ingresar hasta 10.000 millones de dólares al año de forma legal.
El brasiguayo es una serie de historias sobre el cannabis prohibido de Paraguay que llega a casi toda Sudamérica. Tiene el apoyo del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas (FINND) de la Fundación Gabo