Fotorreportaje

Sin condena en el infierno paraguayo

Una mirada al interior de las cárceles de Paraguay, donde ocho de cada diez internos ni siquiera han visto a un juez.

Santi Carneri

Paraguay es el país de Latinoamérica con mayor proporción de personas recluidas sin condena y el cuarto del mundo. Casi el 80% de los adultos encarcelados en Paraguay lo está de forma preventiva. Personas que podrían ser inocentes permanecen meses o años encerradas antes de asistir a un juicio. El efecto colateral de esta situación: el colapso total de las cárceles.

Un motín de violencia inédita se desató a mediados de junio en la cárcel de San Pedro: diez personas fueron asesinadas, varias de ellas decapitadas y degolladas, otras incineradas. La escena de terror destapó una vez más las contradicciones del sistema de justicia. La primera: la población carcelaria de Paraguay crece a un ritmo desproporcionado por la corrupción del sistema. De cada diez personas recluidas, sólo dos han visto a un juez y tienen condena. Los restantes no saben si son culpables o inocentes. Muchos de ellos están en prisión preventiva, una figura legal que fiscales y jueces aplican a mansalva y que iguala a quien mata con el que roba una licuadora. La segunda: la cantidad de personas recluidas es el doble de la capacidad penitenciaria de todo el país, por lo que desde el periodo de gobierno de Cartes está en marcha una millonaria inversión en nuevas cárceles, mientras que en las actuales los internos deben pagar por jabón, colchón, ropa y comida que el Estado no les provee. De hecho, 166 personas han muerto bajo custodia del Estado sólo entre 2013 y 2016. 

En contraste, políticos corruptos y narcotraficantes que por alguna inusual razón van a prisión encuentran a su disposición «celdas VIP» con comodidades que ni la mitad de la población de Paraguay puede tener. Con su poder, privatizaron el sistema carcelario a beneficio de jueces, fiscales, defensores públicos, directores y guardia cárceles, en una larga cadena en la que nadie mueve un dedo si no hay plata de por medio. 

El marco legal tiene eufemismos para maquillar este infierno. El objetivo de las cárceles es –en teoría– lograr la reinserción a la sociedad de las personas que hayan cumplido con su condena según la Constitución. Cuando la realidad es que el sistema penitenciario actual no resuelve los problemas de los que se encarga, sino que los empeora. Las prisiones funcionan como una representación en miniatura de lo que ocurre a gran escala en nuestro país; una rosca de clasismo, violencia y corrupción que privilegia a unos pocos mientras la mayoría batalla por sobrevivir. En su recorrido por casi todas las prisiones de Paraguay entre 2013 y 2017, el fotógrafo documental y periodista Santi Carneri lo confirma en este fotorreportaje. Acompañado de un equipo de abogados, psicólogos, médicos y trabajadores sociales, Carneri registró lo que cientos de personas denuncian: que las cárceles son lugares donde hay de todo, menos justicia.

«Yo estoy solo acá, no tengo visita, nadie viene junto a mí, ni siquiera de afuera se me pasa nada. Yo tengo que ver para mi producto de limpieza, tengo que ver para mi producto de higiene, tengo que ver para mi ropa», dice un interno de la cárcel de San Pedro, la misma que el 16 de junio sufrió uno de los episodios más violentos de la historia penitenciaria de Paraguay. Diez hombres murieron tras un supuesto enfrentamiento entre guardias y presuntos miembros del grupo criminal brasileño Primeiro Comando da Capital (PCC).

La corrupción del sistema judicial y del gobierno mantiene las prisiones saturadas de gente sin ocupación alguna, sin acceso a comida, educación o trabajo digno, viviendo en condiciones infrahumanas y siendo víctimas de prácticas de tortura heredadas de la dictadura. En la fotografía un guardia de la prisión de Concepción sostiene una escopeta antes de patrullar el pabellón.

«Tenía las costillas rotas de ambos lados, de esta parte me rompieron todo, me rompieron los tobillos, estaba ahí semimuerto…», dice el capellán de Tacumbú Luis Alfredo Mereles, quien tras cumplir su sentencia decidió volver a la prisión a trabajar con los reclusos. En la imagen, uno de los pabellones «camboya» –como llaman los internos a todo lo que está destruido o abandonado– de la cárcel de San Pedro.

Tres niños pelean en el centro educativo de Itauguá. El 90% de los adolescentes encarcelados no tienen condena. Mientras el Gobierno construye nuevas cárceles, la Fiscalía continúa enviado a los penales cada vez a más personas –casi siempre empobrecidas– bajo la figura de la prisión preventiva.

Para vivir en una cárcel de Paraguay con una mínima dignidad hace falta mucho dinero. Se debe pagar por todos los servicios que por ley debería proveer el Estado: desde la cama a la comida, el jabón o los colchones, la asistencia sanitaria o los traslados al juzgado, que sólo se consiguen pagando a las mafias conformadas por guardias, directores de prisión, funcionarios del Ministerio de Justicia, jueces, fiscales y policías. En la fotografía, niños y adolescentes encerrados en el centro educativo de Itauguá y una imagen de Cristo. Solo algunas congregaciones religiosas tienen permiso para gestionar recursos de asistencia social dentro de las prisiones, pero su ayuda a los internos siempre está condicionada a que sigan sus ritos y rezos.

Son centenares las denuncias de que los propios funcionarios permiten o encubren esquemas de venta de droga y contrabando de alcohol y hasta de electrodomésticos. También redes de explotación sexual, como salió a la luz con el caso de Marcelo Pinheiro, el narcotraficante que asesinó a una joven de 18 años en su celda de la Agrupación Especializada, la que se supone es la prisión de máxima seguridad. En la imagen unos internos cocinan una cabeza de vaca.

«Todos los días yo consumo y me agarra una aflicción tremenda, me duele el alma, el corazón me duele, intento desesperadamente salir de este problema que tengo pero no puedo por mi propia fuerza. Yo antes no consumía ninguna clase de droga y acá en la cárcel vine a consumir toda clase ya, ninguna clase no hay ahora que no consuma», cuenta un hombre encarcelado en Tacumbú. En el patio principal están los «pasilleros», internos que no tienen celda y deben dormir cada noche donde puedan. Muchos de ellos sufren graves problemas de adicción y necesitan atención médica que no reciben.

Un cuadro de una playa colgado en una pared del pabellón Libertad de Tacumbú, comprado a través de Amazon por los internos. Sólo los que tienen apoyo financiero externo pueden acceder a derechos básicos. Derechos que en la cárcel, como en la vida, quedan solo a disposición de unos pocos. «Tenés que pagar 15, 20, 30 millones para arreglar. Esta justicia es para los ricos no para los pobres», cuenta César, recluido en la cárcel de Encarnación.

La población penitenciaria de Paraguay asciende a unas 15.654 personas, casi el doble de la capacidad total de sus 18 cárceles. La mayor prisión del país, Tacumbú, ubicada en plena capital, tiene una capacidad para 1.530 personas, pero en ella viven unos 4.099 internos. En la imagen uno de sus pabellones «VIP», donde se puede comprar cerveza y caña si se tiene dinero y jugar al piki volley o al billar.

Uno de los pocos internos que si tienen condena en la cárcel de Esperanza, aledaña a Tacumbú, muestra sus heridas tras varios intentos de suicidio. Pide apoyo psicológico porque nunca tuvo acceso a una terapia.

Hasta ahora, las propuestas del Ministerio de Justicia han sido invertir grandes cantidades de dinero en crear nuevos pabellones en algunas prisiones y en la construcción de más cárceles. No han hablado de frenar el abuso de la figura de la prisión preventiva por parte de jueces y fiscales, ni cómo establecer un proceso de reinserción real para toda la población penitenciaria. En la imagen, la celda de un interno que debe vender de todo para sobrevivir en la cárcel de Encarnación.

La cifra de personas encarceladas ha crecido un 417% desde 1995, cuando el número total de reclusos era de 2.974. La cifra actual es de 15.654, casi el doble de personas de lo que las cárceles pueden albergar. En la imagen, una de las habitaciones de la cárcel de mujeres de Asunción, el Buen Pastor.

Las visitas traen comida, ropa y dinero a los internos. Pero las familias denuncian que los funcionarios aprovechan para cobrarles o extorsionarles. Hay precio para todo en las cárceles, hasta para el alquiler de habitaciones privadas como la que se ve en la imagen, de la cárcel de Ciudad del Este. En el penal de mujeres El Buen Pastor, las internas lesbianas protestan porque les impiden ver a sus parejas.

En Tacumbú, unos 60 guardias vigilan a los más de 4.000 internos. Cada poco tiempo hay un motín, una fuga de reclusos, heridos e incluso múltiples fallecidos como ocurrió en San Pedro, pero también en incendios como los que sucedieron anteriormente en Tacumbú. En la imagen, un hombre se prepara para bañarse en la cárcel de Ciudad del Este.

Las cárceles en Paraguay son una representación reducida de la sociedad paraguaya: un cóctel de injusticias.

Fotorreportaje: Santi Carneri · Edición de textos: Jazmín Acuña & Juan Heilborn.