El uso del cannabis es milenario. Aparece como remedio hasta en la Biblia. Pero el mayor productor de Sudamérica lo mantiene en la ilegalidad.
El boxeador Mike Tyson cuenta que fuma marihuana todos los días y es dueño de una empresa que cultiva cannabis en California. Jennifer López usa una crema con cannabis para evitar las ojeras. Obama fumaba en la universidad para divertirse. Rihanna y Morgan Freeman militan por su legalización, al igual que la cantante Miss Bolivia, el filósofo Darío Sztajnszrajber, el músico Pablo Lescano y la actriz Malena Pichot en Argentina, Jorge Drexler en Uruguay o el exministro de Cultura de Brasil, Gilberto Gil.
La recetan médicos en Canadá, Estados Unidos y Europa para tratar hasta decenas de enfermedades. En el pasado, la reina Carlota Joaquina, esposa del rey João VI de Portugal, pidió marihuana en su lecho de muerte para reducir los dolores. También la usaban Jesucristo y sus apóstoles. Mezclaban el cannabis en sus ungüentos para hacer «milagros». Pero hoy, en Paraguay, el país con los mayores cultivos de América del Sur, el mismo en el que muchas abuelas guardan un frasquito con alcohol y marihuana para el reuma, las personas que fuman la planta en público son consideradas «drogadictas». Incluso las que la necesitan para sobrevivir.
Es viernes por la noche y bajo los arcos blancos del acueducto de Lapa, en Río de Janeiro, cientos de personas de toda clase y color se mezclan entre caipiriñas y música funk brasileña. Alguien saca del bolsillo un pedacito cuadrado marrón-negruzco que está seco, tiene ramitas, semillas y alguna flor de cannabis.
«Huele a meo», dice uno. «No es pis, es el amoníaco», contesta Dani, paraguaya que vive en Río de Janeiro desde 2015.
Lo desmigaja, lo envuelve con papel y lo enciende antes de ofrecerlo a sus amigas. Es el brasiguayo, la marihuana prensada hecha para Brasil en Paraguay. En Río de Janeiro cuesta entre dos y cuatro dólares el gramo. La mitad en la favela, cuenta Dani. En la plantación cuesta seis dólares el kilo.
Hoy, solo el 4 por ciento de lo que se cultiva en Paraguay queda en Paraguay. La mayor parte va a ciudades como Sao Paulo, Río de Janeiro, Porto Alegre, Montevideo, Santiago de Chile y Buenos Aires. Desde la Patagonia hasta la Amazonía, la criminalización obliga a consumidores de cannabis a comprar el prensado brasiguayo en vez de plantar en su casa, lo que sostiene un gigantesco negocio ilegal.
Dani detesta esa marihuana que inunda Brasil. La llama «marihuana con sangre» porque sabe que viene de plantaciones donde miles de agricultores y agricultoras trabajan por centavos obligados por la necesidad. La compra solo a veces y procura cultivar sus propias plantas en casa, aunque el autocultivo no está permitido en ese país. En Paraguay, se castiga con hasta 20 años de prisión a quien tiene más de diez gramos encima o una planta en su casa.
En Brasil ya ha iniciado una regulación silenciosa. En diciembre de 2019, la Agencia de Vigilancia Sanitaria sacó a la marihuana de la lista de drogas y la categorizó como planta medicinal. También se han permitido 7.000 licencias de importación para uso medicinal. Pero su venta y autocultivo siguen prohibidos allí desde hace casi dos siglos. Aunque con penas mucho menores que en Paraguay, como servicios sociales o la obligación de acudir a charlas de rehabilitación.
El cannabis llegó a Brasil con los colonizadores portugueses. Con fines textiles o industriales, siempre ha sido parte de las velas y las sogas de las embarcaciones, de la ropa, de ungüentos y pomadas. Sus semillas fueron alimento para personas y para el ganado. Tienen casi tanta proteína como la soja.
Su uso ritual está registrado en el Antiguo Testamento. Se lo menciona varias veces en hebreo como Kne-Bosem, que se traduce como «cálamo aromático» o «caña perfumada», dependiendo de la edición. El médico paraguayo Hernán Codas Jaquet tomó de la Biblia la receta de la «santa unción» o «unción de Cristo». Según él y otros etimólogos, lingüistas, antropólogos, botánicos e historiadores como el canadiense Chris Bennett, el cannabis aparecen en los libros sagrados del cristianismo junto al aceite de oliva, la mirra, la canela y otros ingredientes.
«Muchos de los milagros de Jesús están atribuidos al cannabis», cuenta Codas Jacket, veterano cirujano y urólogo. Los supuestos milagros ocurrían en personas que no podían caminar por la artritis o el reuma, o personas psicóticas, epilépticas y autistas, que se creían poseídas por el demonio por sus convulsiones. «A toda esa gente, Jesucristo les daba cannabis», dice Codas sobre esta planta que asegura puede tratar más de 700 afecciones y enfermedades diferentes.
Sus beneficios médicos son tantos que se ha legalizado su uso medicinal en los últimos años en países como Argentina, México, Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y ahora hasta la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas reconoció las propiedades medicinales del cannabis, incluyendo su resina y aceite.
En la historia moderna, la venta de marihuana fue prohibida por primera vez en Brasil, en 1830, por los esclavistas de Río de Janeiro. En el último país en abolir la esclavitud, hoy la mayoría de las personas encarceladas son negras (casi un 62%), en gran parte por delitos relacionados con las drogas.
«No está prohibido el consumo, pero hay distintas interpretaciones del límite entre consumo y tráfico por lo que queda en la Policía decidir, y claro, si eres negro te detienen, si eres blanco y de clase media estás libre», cuenta Ivan Viana desde Manaos, capital del Estado brasileño de Amazonas, donde trabaja de profesor y encargado de la biblioteca en la escuela pública de su barrio. También es un conocido activista cannábico que promueve el autocultivo para frenar el tráfico.
Manaos está a unos 3.400 kilómetros al norte de la frontera brasileña con Paraguay, pero hasta aquí también llega la marihuana prensada paraguaya con soltura. Es la más consumida allí, dice Ivan. Además, como puerto franco, es un lugar de redistribución internacional. «Quién sabe a qué otros lugares del mundo llegará por mar desde aquí», se pregunta.
En casi todo Brasil se consume el porro brasiguayo que el Primer Comando Capital (PCC), una organización criminal, distribuye desde las cordilleras de Amambay, los bosques de San Pedro y por sobre todo, desde las estancias de los agroganaderos brasileños asentados en Paraguay, donde la Secretaría Antidrogas ha detectado el 60% de las plantaciones. «Donde hay PCC, hay prensado de Paraguay, es una de sus fábricas», explica Ivan Viana.
En Manaos, el precio del brasiguayo ronda entre los tres y cinco dólares. Ese producto que llega al usuario es un cúmulo de despropósitos, pues pese a la buena tierra, es cultivado casi sin conocimiento y por obligación por la mayoría de los agricultores en Paraguay. Viana resume cómo. Las plantas son picadas sin separar las flores de las ramas y las hojas. Son prensadas a mucha presión sin secarlas lo suficiente, para que pesen más. Y son embaladas en plástico en placas de un kilo para que no huelan tanto y facilite su transporte.
Esa planta maltratada es enviada por tierra, ríos y aire, y acopiada hasta venderse, un proceso que puede durar meses. En ese tiempo, todavía húmeda y expuesta a altas temperaturas, se vuelve negruzca y comienza a generar gases tóxicos como el amoníaco, que le da el olor característico del brasiguayo, muy parecido a la orina.
El 20 por ciento de la producción ilegal de marihuana en Paraguay, la que no va a Brasil, es dirigida a Uruguay, Chile, Bolivia y Argentina. El lugar más lejano hacia el Sur donde se ha localizado es la provincia argentina de Santa Cruz, a 4.000 kilómetros del lugar de origen, en un pueblito pegado a la isla de Tierra del Fuego, donde llega solo por encargo en autos, a través de empresas de transporte privadas y a casi 30 dólares el gramo.
Mientras casi toda América avanza en la regulación de la planta, las autoridades de Paraguay, donde más se produce después de México, la mantienen prohibida y frenan también el acceso a las personas que la necesitan para vivir.
Una de ellas es Verónica, que a los seis meses comenzó a sufrir convulsiones que duraban horas. «Cualquier cosa le hacía convulsionar, el frío, una reunión de personas en casa. Era un stress constante. Algunas crisis eran en sueños. Teníamos que hacer guardias para dormir», cuenta su madre, Cynthia Farina. Tuvieron que internarla hasta 80 veces, dos de ellas en terapia intensiva. Una vez la indujeron a un coma con respiración artificial para salvarla.
Su epilepsia resistía a todos los fármacos que le recetaron y que además la dejaban ausente, sin habla y le provocaron anorexia. Apenas podía caminar o agarrar objetos sola. Cuando Verónica tenía cinco años pidieron ayuda a una amiga que estaba en una organización llamada Mamá Cultiva. Ella les enseñó a hacer su propia manteca de cannabis para dársela a su hija con un poco de pan una vez por día. «Fue increíble. Empezó a conectarse, a mirarnos, a sonreír y a tener apetito. Fue un cambio inmediato, de uno o dos días», relata Cynthia.
Tras esa experiencia se unieron a Mamá Cultiva, una organización sin fines de lucro que impulsa el uso del cannabis medicinal en Paraguay y en toda América Latina para personas con epilepsia refractaria, cáncer y otras patologías.
Desde entonces, Verónica toma 3 gotitas de aceite de cannabis a la mañana y 3 a la noche. Hoy tiene 9 años, habla y va a la escuela, sus convulsiones se han reducido a 4 o 5 segundos y solo ocurren cada 15 días y mientras duerme. «Ni se da cuenta», dice su madre. Llevan tres años sin necesidad de ir al hospital. Los fármacos y las hospitalizaciones les costaban al menos 4 millones de guaraníes al mes antes de probar con el cannabis medicinal.
Cynthia es hoy la presidenta de Mamá Cultiva en Paraguay y fue una de las impulsoras de la ley aprobada en 2017 que obliga al Gobierno a «garantizar el acceso gratuito al aceite de cáñamo y demás derivados de la planta del cannabis» a las personas que cumplan los requisitos para formar parte del programa. Esta ley fue aprobada tras una movilización ciudadana, pero hasta ahora el Gobierno solo permite la importación a una empresa, lo que lleva a miles de personas a practicar la desobediencia civil constante para sobrevivir. Desobediencia que solo consiste en tener un yuyo más en casa.
El brasiguayo es una serie de historias sobre el cannabis prohibido de Paraguay que llega a casi toda Sudamérica. Tiene el apoyo del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas (FINND) de la Fundación Gabo