Soberanas

El precio de la maternidad

La violencia obstétrica no discrimina clase social, edades, ni áreas geográficas. Cinco mujeres cuentan lo que implica parir en hospitales públicos y privados de Paraguay.

Reportaje Juliana Quintana · Edición jazmín acuña · Fotografía Leo De Blas ·

A las 21:30, Paola Dávalos sintió que la cabeza de su hija estaba naciendo. La ingresaron de urgencia a la sala de parto del hospital Fernando de la Mora. Vio el rostro de su bebé morado y escuchó que el doctor y la enfermera dijeron «nació muerto».  En el Instituto de Previsión Social (IPS), Denisse Fretes estaba sola esperando que nazca Emma. Mientras rezaba pasaba con el dedo, una por una, las cuentas de sus rosarios. 

«Eso no te va a salvar», le dijo el médico de guardia.  

Un día antes de dar a luz, Yessica Rojas fue a consultar por una fuerte molestia y el doctor que la revisó le hizo un tacto. El dolor la hizo gritar. «Sos una histérica», le dijo.

A Noelia Barros todavía le da rabia cuando se acuerda que quería parir a su bebé pero su médico insistía en operarla. Lo mismo que a Magali Casartelli, que quería tener a sus hijos por parto vaginal y la obligaron a tener dos cesáreas en el sanatorio Adventista. La primera vez tenía programada la cesárea a las 8 de la mañana, pero a las 5 comenzó con contracciones. El médico le metió la mano y le reventó la bolsa. «Por ahí abajo no va a salir», sentenció. 

Sus historias son distintas pero estas mujeres tienen en común haber pasado por situaciones de violencia obstétrica, una de las formas de violencia hacia las mujeres más  naturalizadas. Cesáreas innecesarias, tactos excesivos, oxitocina artificial, episiotomías de rutina, maltrato verbal y físico a las embarazadas, son algunos ejemplos del amplio espectro de violencias que puede ejercer el personal médico durante la gestación, parto y postparto. También pueden ocurrir durante el aborto y postaborto.

Aunque no existen registros oficiales que documenten estos maltratos, testimonios de madres, médicos y expertas revelan cómo la maternidad puede ser un riesgo para miles de mujeres en Paraguay.

En la ciudad de Areguá, Magalí Casartelli cría a sus dos niñas junto a su pareja y espera a un tercer bebé. Quiso tenerlas por parto vaginal pero se lo negaron en el sanatorio Adventista. 8 de cada 10 nacimientos en hospitales privados son por cesárea. La OMS habla de una epidemia de este tipo intervenciones, en muchos casos innecesarias y riesgosas para las mujeres y sus hijos.

El riesgo de ser mamá 

Luego de escuchar a los médicos decir que su bebé estaba muerta, Paola Dávalos se desesperó. Para que se calme, le pusieron un sedante. Cuando pasó el efecto, la enfermera le dijo: «Tu hija está en una incubadora pero está viva». La despertaron a las cinco de la mañana y la hicieron bañarse con agua fría: debía estar limpia para la examinación del médico. Pasaron las horas y no la dejaban ver a su hija. 

La acusaron de no haber tenido controles prenatales. En realidad, se había hecho 9 ecografías. Al papá le dijeron que ella tuvo la culpa de que la bebé nazca casi sin respirar por demorarse en llegar al hospital. Paola lo niega. En la incubadora le dieron leche en fórmula y no la dejaron tocarla por 22 días. Tenía sólo 19 años.

Esperanza Martínez, médica, ex ministra de Salud y senadora de la Nación, opina que la calidez de la atención es un tema pendiente en el Paraguay. Explica que el sistema público y el privado se fueron deteriorando en lo que hace al tratamiento de las pacientes desde el punto de vista de los derechos humanos y de la atención. 

¿Cómo una mujer denuncia violencia obstétrica en un hospital público si hubo una enfermera que le dijo que la próxima vez «cierre las piernas», diez residentes que le hicieron el tacto y tres médicos de guardia que indujeron el parto? La trampa del sistema es que no tiene rostro. Gladys Larrieur, jefa de Ginecología Infanto-Juvenil del hospital pediátrico Niños de Acosta Ñu, habla de algo clave: si bien los responsables llevan nombre y apellido, su responsabilidad se diluye en un contexto en el que nadie se hace cargo. 

La especialista sugiere que el problema de la atención en hospitales públicos pasa por cómo se abordan los partos: «La paciente no es del médico, es del Estado. ¿Cuándo pasa a ser “del médico”? Cuando hay un evento adverso. Ahí el médico es responsable. ¿Por qué no hay un buen proceso de atención y de calidad dentro del Estado? Porque la paciente no es de nadie. Porque el Estado es tuyo, mío, de todas las personas y, al final, de nadie».

En Fernando de la Mora vive Denisse Fretes con su abuela y su mamá. Le hicieron la maniobra de Kristeller para que nazca su hija Emma: el médico de turno se le subió encima de la panza para presionar y obligar al bebé a salir. La OMS no recomienda esta práctica. Además, su doctor de cabecera le recomendó una cesárea, pero en el Instituto de Previsión Social la obligaron a tener un parto vaginal que la dejó con terribles lesiones. 

Una violencia normalizada en el sistema de salud

Denisse Fretes, que llevó consigo dos rosarios cuando fue a parir, llora mientras cuenta que la lastimaron con la maniobra de Kristeller: el médico de turno se le subió encima de la panza para presionar y obligar al bebé a salir. Su médico de cabecera le había indicado una cesárea por desproporción céfalo-pélvica, lo que significa que el bebé era muy grande para atravesar el canal de parto. Pero la derivó al IPS donde la obligaron a parir por vía vaginal. 

Le hicieron mal la episiotomía –un corte en la vagina que le practican a algunas embarazadas para evitar un desgarro de los tejidos durante el parto– lo que produjo un desgarro de grado III, una lesión de músculos del periné que afecta al esfínter anal.  

«Entré caminando al IPS y salí en silla de ruedas, con pañales, con grandes pérdidas de sangre que arrojó hemoglobina 9 y con diástasis abdominal que descubriría meses después. El momento que debería de haber sido el más hermoso y sublime, fue el más doloroso. Me sentí humillada. Para mí, ese hospital fue una prisión, un matadero», relata Denisse. 

Aunque se glorifica la maternidad, las paraguayas sufren violencia hasta cuando cumplen con ese mandato. La autora del libro Pariremos con placer, Casilda Rodrigañez Bustos, opina que el catolicismo caló hondo en la memoria colectiva de los individuos y convenció a la mujer de que el embarazo y parto deben ser procesos dolorosos y extenuantes. 

«En los engaños míticos está la “satanización” de la sexualidad de la mujer. Como dice la Biblia: la maldad es por definición lo que emana del cuerpo de la mujer. La mujer tiene que sentir vergüenza de su cuerpo incluso ante su marido, debe cubrirse de velos, considerarse impura. La mujer seductora es absolutamente incompatible con una buena madre, cuyo paradigma es una virgen que engendra sin conocer varón y que tolera resignadamente la tortura y la muerte de su hijo en sacrificio al padre», escribe la autora.

Además del factor cultural, la ex ministra de Salud Esperanza Martínez vincula la violencia obstétrica con las condiciones económicas de los hospitales: «A raíz del deterioro económico, de las condiciones de trabajo de los profesionales, y como producto de una cultura machista muy fuerte en donde tener hijos es como una actividad a la que las mujeres estamos obligadas, en ese momento, hay dolor y sufrimiento físico de la mujer en el parto».

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la maniobra de Kristeller es una práctica poco segura y no recomendada. De hacerla mal, podría provocar graves problemas como el desprendimiento de la placenta y ruptura uterina, o bien, fracturas en el bebé. 

Ya en la guía práctica de 1996 de la OMS se habló de un uso excesivo de la maniobra, sin haberse demostrado su efectividad. En países como Francia, Reino Unido  y el País Vasco ya descontinuaron su uso. En Paraguay no está prohibida, pero el Manual Nacional de Normas de Atención de las Principales Patologías Obstétricas pide evitarla.

Guillermo Ramalho, gineco-obstetra del Hospital Bautista, escuchó por primera vez el concepto de «violencia obstétrica» de una colega que acompaña partos domiciliarios. Según cuenta, al principio se resistió a la idea, pero comenzó a investigar y encontró que, en realidad, la evidencia científica apoyo el desencadenamiento natural del parto. 

«No es que yo hacía un Kristeller o una episiotomía de rutina pensando en que era violento. Lo hacía porque pensaba que era lo que había que hacer, era lo que me enseñaron a mí», confiesa Ramalho, hoy referente en parto respetado en Paraguay. 

Yessica Rojas no quiere volver a tener hijos. Mujeres como ella quedan marcadas de por vida por procedimientos violentos que muchos médicos todavía consideran de rutina. Buscaba, como muchas, un parto vaginal. Semanas antes de dar a luz tuvo una infección en la vía baja y el doctor quiso ir directo a cesárea. 

«Le vas a matar a tu hijo»

Pero eso no ocurrió. Tuvo a su bebé sola en una habitación fría y oscura del hospital San Pablo a los 21 años. Su médico le hizo un tacto y le desencadenó el parto. Le dijeron que faltaba mucho pero cuando comenzó con las contracciones, en dos pujos nació su bebé. Le hicieron una episiotomía sin consultarle. Alcanzó a tenerlo un ratito y luego se lo llevaron. 

Victoria Peralta, partera y activista de la Asociación Latinoamericana de Medicina Social y Salud Colectiva (ALAMES) se refiere a la asimetría de poderes cuando hablamos de violencia obstétrica. «¿Quién es la que sufre más? La mujer pobre, la que tiene menores condiciones para defenderse, la que no conoce su derecho, la que sufrió esa discriminación y descalificación permanente. Normaliza el maltrato o que se le diga “viniste luego sucia para el parto”, “nunca luego te limpiaste”, “olés mal”», dice Peralta. 

Por fuera de la precariedad del sistema público, donde la violencia obstétrica se manifiesta a través de la inducción del parto vaginal, en el circuito de la medicina prepaga las embarazadas son víctimas de otra forma de violencia obstétrica: la lógica de mercado. Las empresas de servicios de salud lucran a costa de los cuerpos de las mujeres a través de cesáreas que en muchos casos son injustificadas. Estas intervenciones quirúrgicas pueden ser más rentables y más eficientes para los sanatorios pero a un alto costo en la economía y la salud de las mujeres y sus bebés.

Noelia Barros es psicóloga y mamá de dos niños: Adri y Federico. Quería tener a su hija por parto vaginal pero no le dejaron. En el sanatorio AMSA, del servicio de salud prepaga Promed, le pusieron anestesia epidural, la acostaron en una camilla y la ataron de manos para luego practicarle una cesárea que duró 30 minutos. Apenas pudo ver a su bebé cuando nació. Mientras le cosían, los médicos se pusieron a hablar de fútbol. 

El negocio de las cesáreas programadas

Noelia Barros aplazó todo lo que pudo el tiempo para tener a su bebé aunque su médico le insistía con programar una cesárea. En ese interín, consultó con otros médicos y se escapó tres veces de que la operaran antes de que su embarazo llegue a término. En la semana 39, el obstetra la asustó con un comentario: «Si no lo tenés conmigo, no me hago cargo de tu hijo».

Paraguay y América Latina viven una «epidemia» de cesáreas: una de cada dos madres en el país recibió, al menos, una cesárea. Según los indicadores básicos de salud del Ministerio de Salud Pública del 2017, el Hospital Militar lidera el ranking con 95,4% de cesáreas. Lo siguen los sanatorios privados con 84,3%, la sanidad policial con 63,3% y el Instituto de Previsión Social con 59,2%. 

Las operaciones en los hospitales de Paraguay llegan a sextuplicar el 15% recomendado por la OMS. La cesárea es una de las intervenciones quirúrgicas más frecuentes, con tasas que siguen creciendo, en particular, en los países de ingresos medios y altos. 

De acuerdo al informe de la relatora de la ONU sobre la violencia obstétrica, «cuando se practica sin el consentimiento de la mujer, una cesárea puede constituir violencia por razón de género contra la mujer, e incluso tortura». 

Las cesáreas se volvieron tendencia porque ofrecen comodidad, estética y otros factores de cambio cultural. Aunque puede salvar vidas, a menudo se realiza sin criterios médicos, poniendo en riesgo de la salud de las madres. Pero la decisión de ir a cesárea no siempre corre por cuenta de las familias.

Mientras que los partos espontáneos no conocen de feriados o fines de semana, las cesáreas programadas sí, y casi siempre se hacen de lunes a viernes. Junto con el incremento de este tipo de intervenciones en el país, cada vez nacen menos chicos los fines de semana, feriados y días festivos, como Navidad y Año Nuevo. Y si bien en el país no hay estadísticas que den cuenta de este fenómeno, profesionales de la salud consultados lo confirman, sobre todo en el sector privado, donde ocho de cada diez embarazadas tienen a sus bebés por cesáreas, y se programan cada vez más.

Cuando Noelia Barros llegó al Sanatorio AMSA, del servicio de salud prepaga Promed, le pusieron anestesia epidural, la acostaron en la camilla, la ataron de manos y cerca del mediodía le hicieron la cesárea. También le practicaron la maniobra de Kristeller para que el bebé baje.  

La operación duró unos 30 minutos, la dejaron ver a su hija y se la llevaron. Después, mientras cosían, los médicos se pusieron a hablar de un partido de fútbol. Noelia se seca los ojos mientras cuenta que siente que le falló a su hija por no defender su nacimiento. 

Hace décadas los profesionales cobran más por una cesárea que por un parto vaginal, lo que lleva a realizar más cesáreas por un simple cálculo económico. Al ser consultados por los costos, los sanatorios ofrecieron distintos montos. Un parto vaginal en La Costa, sin seguro médico y sin honorarios del profesional, vale Gs. 5.500.000, y una cesárea Gs. 7.900.000. En el sanatorio Migone, Gs. 7.261.393 y Gs. 8.023.003 respectivamente (también sin seguro y honorarios). Estas cifras se manejan en un país en el que el 73% de los ciudadanos no puede acceder a un seguro médico privado. Así lo indican las últimas cifras del Ministerio de Salud.

Si bien los honorarios entre partos vaginales y cesáreas no difieren mucho, sí varían en duración. Un parto normal lleva, en promedio, 12 horas (10 a 16 horas), incluyendo el tiempo del trabajo de parto. En cambio, la duración de la cesárea es de 45 a 120 minutos con control posoperatorio y sin necesidad de esperar el trabajo de parto.

Miguel Ruoti, presidente de la Sociedad Paraguaya de Ginecología y Obstetricia, dice que para las empresas de salud prepaga el costo entre un parto vaginal y una cesárea era casi igual hasta mayo pero que la Sociedad de Ginecología demandó este cambio: «Se les explicó a los asegurados de la prepaga el riesgo que tiene el obstetra desde el punto de vista del parto y el tiempo que invierto no se puede comparar a lo que es una cesárea». 

La doctora Larrieur considera que no se contempla el tiempo invertido en el proceso de vigilancia del trabajo de parto, «que puede llevar hasta un día completo. Y, con eso, el lucro cesante de las demás actividades». La especialista opina que, sin embargo, las cesáreas no son un negocio de los médicos sino de las prepagas que pagan menos por un parto que por una cesárea. Para Guillermo Ramalho, no todos los médicos en Paraguay buscan programar cesáreas por comodidad sino por desconocimiento.

Ruoti coincide con la senadora Martínez en que existe un negocio con las cesáreas: «¿Por qué no se animan a hacer las auditorías médicas los seguros? o un hospital equis, ¿por qué no me hace a mí una auditoría después de operar a esta paciente? Nadie me pregunta. Una cesárea innecesaria es una situación catastrófica para el cuerpo de una mujer que tal vez no necesitaba», dice.

Yessica Rojas vive en Ypané y es estudiante de administración de empresas. Tenía 21 años cuando dio a luz a su hijo. Ya no quiere tener otros. Le hicieron una episiotomía sin consultarle en el hospital San Pablo. Estuvo sóla al parir y apenas alcanzó a ver a su bebé luego de nacer.

Una lucha regional contra la violencia obstétrica

La lucha en contra de la violencia obstétrica en Latinoamérica nació en los ‘90 con los esfuerzos de organizaciones sociales que buscaron visibilizar estas prácticas médicas. En 1996, la OMS publicó un documento titulado Cuidados en el parto normal: una guía práctica, que advierte del peligro de convertir un suceso fisiológico normal en un procedimiento médico, por medio de «la adopción, sin crítica previa, de toda una serie de intervenciones inútiles, inoportunas, inapropiadas y/o innecesarias, además, con frecuencia, pobremente evaluadas».

La dificultad para ponerle número a la violencia obstétrica radica en la falta de sistematización de casos que permitan cuantificar e identificar las intervenciones innecesarias más extendidas en las instituciones hospitalarias. En el 2017 hubo un intento por parte de organizaciones como El Parto es mío, Pachamama, Movimiento por el derecho a la salud María Rivarola y la Asociación Latinoamericana de Medicina Social (Alames) por impulsar un observatorio de violencia obstétrica, pero no prosperó por falta de recursos. 

Unos años después de la publicación de la guía de la OMS, Uruguay (2001), Argentina (2004), Brasil (2005) y Puerto Rico (2006) aprobaron leyes que garantizaban el derecho de la mujer a estar acompañada durante el trabajo de parto y el alumbramiento. En 2007, Venezuela se convirtió en el primer país en tener una ley específica para atender la violencia obstétrica. 

Brasil y Argentina también desarrollaron una legislación más amplia que fomenta el llamado parto humanizado o respetado. Le siguieron Panamá, varios estados de México, Bolivia y El Salvador. En Paraguay, la Ley N° 5.777 de protección integral a las mujeres contra toda forma de violencia identifica a la violencia obstétrica como un tipo de violencia. Pero tiene limitaciones: no está reglamentada y no especifica en qué casos se podría hablar de violencia obstétrica. Tampoco existen acciones concretas desde el Estado para erradicarla.