Soberanas

Historia de una violación

Una joven católica fue violada por su primo, quedó embarazada y decidió abortar aunque sea ilegal. En Paraguay, el 80% de los casos de violencia de género ocurren en la familia.

Reportaje Jazmín Acuña · Ilustración Lorena Barrios ·

Al quedarse sola en el baño, Carolina se volvió a duchar, pero lo que quería era sacarse la piel. Su primo Eduardo acababa de abusar de ella. En el piso de abajo seguía el alboroto de un cumpleaños, el de Martín, su novio. Nadie había escuchado lo que sucedió en el cuarto de arriba y, como ella, nadie sospechaba que alguien podría violarla en la casa de su propia pareja. Carolina solo quería aliviarse del intenso calor de febrero de este año, solo quería bañarse. Ella dice que no toma alcohol, que no consume drogas y, sin que se le pregunte, asegura que no vestía ropa sexy ni provocativa. Pero de todos modos se culpa por lo que pasó. Se hace una pregunta en voz alta que le sale como un profundo lamento. «¿Por qué no trabé la puerta? ¿Por qué?».

Carolina hizo muchas cosas en los meses posteriores a este episodio que aún le trae pesadillas, cosas que a sus 22 años de joven católica y estudiante de universidad no estaban en sus planes. Al día siguiente de la violación, tomó la pastilla del día después. A las dos semanas, tomó coraje y le contó a su novio lo que le había ocurrido en su cumpleaños. A sus 24 años, él también vería sus convicciones puestas a prueba. Cree en las leyes, por eso estudia para ser abogado, y fue alumno de un colegio religioso. Él no duda de su fe católica. Pero a las cinco semanas, a Carolina no le bajó la menstruación y el test de embarazo le dio positivo, un embarazo que no era de Martín, que era producto de la violación. Ella estaba segura que no iba a tener un bebé. Martín se quedó sin respuestas, extraviado. Pero sin perder mucho tiempo y sin decirle a nadie más, ambos comenzaron a buscar información para que Carolina se practicara un aborto.

Durante ese tiempo, ella se preguntaba por qué le tuvo que pasar todo eso. Cada año, miles de mujeres sufren violencia sexual, aunque solo algunas se animan a denunciar. En 2017, la Policía registró la denuncia de 571 mujeres por coacción sexual y violación. La Fiscalía cinco veces más, aproximadamente 2500 denuncias. En el mismo año, los servicios de salud atendieron a 750 mujeres por violencia de género, siendo el abuso sexual la tercera causa más común de consulta. En estos números se dibuja un patrón inquietante: la relación de los autores con las víctimas.

Padre.

Hermano.

Tío.

Primo.

Primos como el que abusó de Carolina. «75 a 80% de los casos de violencia de género se desarrollan en el entorno familiar. El agresor es alguien que te conoce», dice Élida Favole, sentada en su escritorio en la sede del Ministerio Público en Asunción. Hace 15 años trabaja en la Fiscalía y, además de ser la directora de prensa, es responsable de la oficina de género, donde asegura haberlo visto todo. «La mayor cantidad de casos de abuso sexual se registra en niñas de 9 a 14 años». Lo cuenta con una certeza terrible en los ojos y la voz firme, pero calma, de quien habla con la autoridad que da lidiar con el horror de las miserias humanas todos los días.

El costo de decidir

El doctor que atendió a Carolina le contó que junto a él van chicas que a veces no tienen más de 15 años. Venden sus celulares o computadoras para pagarse la operación mientras que en sus casas dicen que se los robaron. Ella llegó hasta él luego de que las pastillas de misoprostol no le funcionaran. Las pastillas, que son abortivas, no se comercializan y su uso sólo está permitido y regulado por el Ministerio de Salud para cuestiones relacionadas al parto. Pero las consiguió a través de una enfermera de un hospital público que se las vendió por 400 mil guaraníes (75 dólares) cada una. Tuvo un leve sangrado, más nada. Sospecha que no le dieron la dosis correcta.

Comenzaba a desesperarse hasta que contactó con una ex compañera que podía ayudarla. Le indicó que vaya a un conocido sanatorio privado de Asunción donde le hicieron muchas preguntas, una ecografía y estudios de rutina. También le pidieron sangre por si la necesitara y 7 millones de guaraníes (1.300 dólares) para costear la operación. «Conseguimos el dinero porque habíamos ahorrado para ir a Machu Picchu con mi novio», cuenta. Con cierta culpa en la voz, no puede evitar pensar en las mujeres que no tienen cómo pagar, mujeres que tardarían años en juntar ese dinero.

Carolina fue a la comisaría para denunciar el abuso, pero la oficial no le creyó. «¿Estás segura que no quisiste, y decís todo esto para que tu novio no se enoje contigo?», le dijo.

Carolina dice que la operación no duró más de 15 minutos, que le devolvieron la libertad no solo a ella, sino también a un bebé que no fue deseado. «No me remuerde la conciencia, no me aprieta la angustia. Puedo volver a dormir en paz», repite. Martín no se apartó en ningún momento de su lado y hasta ahora es el único en su círculo íntimo que sabe lo que pasó. Para que su familia no se entere, la registraron como una paciente de dengue, una modalidad que ayuda a esconder los números de una práctica extendida a pesar de la clandestinidad. El ex ministro de Salud Carlos Morínigo admitió que se calculan entre 20 a 30 mil abortos por año en Paraguay, aunque la práctica esté penalizada casi en absoluto. Salvo que la vida de la mujer corra riesgo por el embarazo, la legislación castiga el aborto con penas de entre cinco a ocho años de cárcel.

Un sistema que condena a callar

Carolina se pasa la mano por la cara para secarse las lágrimas mientras se disculpa. Que prometió que no iba a llorar, pero que no puede aguantar. No se puede liberar de la dificultad de hablar de la violación. Está relatando cómo su primo la siguió al cuarto, que sintió que fueron los minutos más largos de su vida y solo quería que todo acabe pronto, dice. Cuando le contó esto mismo a la oficial de la Policía que la atendió en la comisaría, la mujer le respondió: «Ya pasó mucho tiempo. ¿Por qué no dijiste antes? ¿Estás segura que no quisiste, y decís todo esto para que tu novio no se enoje contigo?». La oficial no le tomó la denuncia.

Decidió callar en su casa porque teme que el dolor de la verdad destruya por completo a la familia. «Imaginate», dice, «mi primo Eduardo es un sobrino muy querido por mi mamá».

«Las mujeres callan porque se sienten culpables, porque la sociedad les hace sentir así. ¿Por qué te paseabas a esa hora por la calle?, ¿por qué usaste ropa tan ajustada?, ¿segura que de alguna manera vos no lo provocaste?» Generalmente, éstos son los comentarios del entorno, dice la doctora Mirta Mendoza. Ella es es psiquiatra y está a cargo de la Dirección de Salud Mental del Ministerio de Salud Pública. También dice que muchas no hablan por vergüenza. Inmediatamente después de la violación, por vergüenza también se bañan. «Se sienten sucias, entonces se limpian como primera medida», dice. Tratando de sacarse la piel, tantas como Carolina borran así las pocas evidencias que suele dejar una violación sexual.

La psiquiatra Mirta Mendoza, directora de Salud Mental en el Ministerio de Salud, cuenta que la decisión de abortar no es trivial para una mujer. «Hay gente que piensa que si se acepta una ley del aborto las mujeres van a ir a abortar como si fuese que van al supermercado. Yo pienso que eso es imposible», dice.

A Mendoza la acompaña María Elena León, jefa del Programa Nacional para la Prevención y Atención Integral de la Violencia dentro del Ministerio. Toma la palabra y dice que le parece importante que la psiquiatra esté presente. «No se puede entender cómo opera la violencia de género sin atender a sus efectos psicológicos y emocionales», dice. León no desconoce la violencia que también sufren los hombres. «Pero las estadísticas mundiales y nacionales demuestran que las mujeres son mayoritariamente las víctimas de todas las formas de violencia de género», dice con la paciencia de una maestra que demasiadas veces ha tenido que aclarar lo obvio a alumnos que no quieren entender. El abuso sexual es una de esas formas. Explica los números con jerga académica. De que son resultado de construcciones culturales, dice. Habla de dominación, de gente que todavía ve a las mujeres como subordinadas. Lo cierto es que esa visión se mete en todos lados, empezando por el Estado. «Muchas veces las mismas instituciones no están preparadas para estos casos. Ninguneamos la situación que una mujer pasó, por eso hablamos de re-victimización», agrega. Fue exactamente lo que hizo la Policía con Carolina.

En el Ministerio Público, Favole cuenta que trata todo el tiempo con fiscales «con promedio 5» que, sin embargo, no comprenden la violencia de género. «Ellos te dicen que las víctimas siempre rectifican, que retiran las denuncias, pero justamente ésa es una característica de una situación de violencia». Aunque desde el 2007 hacen capacitaciones sobre el tema, siempre tropiezan con la cuestión cultural, que es difícil de cambiar. «Mirá, los delitos más complejos de tratar son los que atentan contra la integridad de las personas», asegura. En su opinión la gente habla mucho de la corrupción, pero la violencia de género tiene más dificultades para resolverse. A la par dice que, hoy en día, pocos casos quedan impunes una vez que los toma la Fiscalía, según su criterio. Eso sí, otra cosa es lo que ocurre en los tribunales. «A veces dentro de un tribunal pueden haber agresores que no consideran que los hechos denunciados constituyan un delito», dice. Se refiere a jueces que no pueden juzgar las distintas formas de violencia que denuncian las mujeres cuando probablemente, en algún grado, ellos mismos las cometen.

Las secuelas del abuso

Carolina habla bien del médico que la ayudó a interrumpir su embarazo. Dice que fue amable, humano, más que la propia psicóloga a la que va. Cuando le contó que estaba allí porque abusaron de ella, el médico le preguntó cómo se sentía, si estaba bien. La psicóloga le dijo «ah, ya pasó». Habla de estar irritable sin motivo aparente, de despertarse todos los días sintiendo asco, de imágenes que le vuelven a la memoria como flashes, recuerdos tan dolorosos que la agotan. El abuso sexual quiebra.

«Stress post-traumático» es lo primero que dice la doctora Mendoza sobre las consecuencias de una violación. Stress post-traumático es la misma enfermedad que pueden sufrir personas que van a la guerra o sobreviven a catástrofes como un incendio o un terremoto. Y, también, las personas que fueron abusadas sexualmente. «Es un tipo de ansiedad donde uno de las síntomas es recordar una y otra vez, estando despierta, la situación vivida anteriormente. Como tener un video rayado dentro de tu cabeza. Y voy a decirlo en guaraní, esto no es un vyrorei», dice. Depresión, alcoholismo, des-personalización psicótica. Mendoza cita una larga lista de secuelas. Se sufre mucho, tanto que la persona hasta puede considerar el suicidio. El abuso sexual es solo el inicio de un dolor que acompaña a la víctima por demasiado tiempo.

En el cuerpo también deja marcas, como el embarazo que Carolina nunca deseó. Si nadie le preguntó, si ella no lo buscó, si nadie la escuchó, si a ella la violaron, ¿cómo alguien puede reclamarle haber interrumpido el embarazo?, se pregunta. «El aborto provocado es otra consecuencia del abuso sexual», dice María Elena León. La doctora Mendoza complejiza el panorama. Si la mujer continúa con el embarazo, las secuelas pueden inclusive afectar al hijo o hija. «Es un niño que no sólo no fue planificado, que fue producto de una situación violenta. ¿Cómo podemos pedirle a la mujer quererle al hijo que está en su vientre, cuando que ese hijo puede recordarle permanentemente por lo que pasó?», dice.

Carolina está convencida que obligar a una mujer a sostener un embarazo producto de una violación «es ser cómplice del delito». Recuerda a Mainumby, una niña que fue abusada por su padrastro y obligada a parir con solo 11 años. Le despierta mucha pena y le saca nuevas lágrimas. Repite varias veces que era solo una nena, y que una nena no puede tener un bebé. En otras palabras, la abogada Mirta Moragas dice lo mismo: «Un embarazo no deseado cambia el modo de vida de una persona de forma arbitraria, y deja un daño físico y psicológico irreparable». En conflictos bélicos, la violación y el embarazo forzado son categorías del Estatuto de Roma, de la Corte Penal Internacional. Esto quiere decir que se consideran crímenes de guerra. Moragas reconoce que ya existen discusiones que consideran que el embarazo forzado constituye un trato cruel, inhumano y degradante. Una forma de tortura en tiempos de aparente paz.

María Elena León, del Ministerio de Salud, explica que una de las causas de los abortos espontáneos o provocados es el abuso sexual.

La oposición de la Iglesia

Ni las alarmantes cifras anuales de abuso sexual a menores ni sus consecuentes embarazos –se estima que 2 menores dan a luz por día en Paraguay– parecen ser suficientes para que las autoridades reconsideren introducir educación sexual integral en las escuelas y un debate franco sobre la despenalización del aborto. La influencia de la Iglesia Católica y de otros grupos religiosos en el Estado explica esta situación que parece un sinsentido. Estos grupos se opusieron a un marco rector pedagógico para la educación sexual, se opusieron al implante de anticonceptivos subcutáneos en niñas y adolescentes madres para prevenir un segundo embarazo, se opusieron hasta a dar información sobre preservativos y sobre cómo evitar enfermedades de transmisión sexual a adolescentes. Estos grupos se han opuesto a todo y se han impuesto en todo.

Martín, el novio de Carolina, también se opuso a que ella interrumpa el embarazo cuando se enteró. Le dijo que no importaba, que trataría a ese hijo como suyo. Pero Carolina estaba decidida, no tendría ese bebé. Pelearon. Martín se apretaba la cabeza. No solo peleaba con su novia, peleaba con sus principios y todo lo que le enseñaron. Pero fue un sacerdote el que finalmente lo liberó del dilema. Le dijo que su deber era acompañar a Carolina, que la decisión era de ella. Martín finalmente aceptó y apoyó a su novia.

Dina Cabañas, madre, maestra y católica a favor del derecho de las mujeres a decidir, cree que el aborto es una cuestión terrenal, que no afecta la fe de una persona.

«Incluso la maternidad de María fue consultada. Si ella decidió, ¿por qué no podemos decidir nosotras?», se pregunta Dina Cabañas, una madre y maestra de colegio. La María de la que habla es la Virgen del cristianismo que la Biblia presenta como madre de Jesucristo. Según Cabañas, María tuvo la oportunidad de decidir si quería tener ese embarazo. Desde el 2007, Dina activa en un grupo de mujeres católicas que defienden el derecho a decidir. Considera que el aborto es una cuestión terrenal, que no afecta a la fe. Valora la desobediencia de miles de mujeres católicas que usan anticonceptivos, que utilizan la pastilla del día después y que, si lo desean, abortan. Miles de mujeres como Carolina. Mujeres que no hacen otra cosa que ejercitar sus derechos sexuales y reproductivos, «porque si fuera por la jerarquía eclesiástica, que lo único que propone es el uso de métodos naturales que fallan todo el tiempo, las mujeres tendríamos hijos cada 9 meses», dice. Asegura que católicas abortan, y también que católicas mueren por culpa de los peligros en la clandestinidad de la práctica.

«Defender la vida», dice Cabañas, «pues se la defiende de muchas maneras. Se pelea por el derecho a una vida digna, no a cualquier vida. Para muchas mujeres pobres, la posibilidad de tener o no un hijo es una cuestión de vida o muerte».  

Carolina no llora ahora, piensa en el futuro. Espera que nadie tenga que pagar por servicios médicos. «El aborto es salud, le guste a la gente o no. Es salud», dice. Para ella no basta con que un cuerpo esté preparado para un embarazo, la mente también debe estarlo. Tiene ganas de cosas. De terminar su carrera para ayudar a las niñas que son abusadas. Que por lo menos ellas tengan la posibilidad legal de abortar, «si no es mucho pedir», dice. Desea que la gente sea más empática antes de juzgar a las mujeres. «Sería más fácil si yo pudiera decir: “Mamá, sabés que me pasó esto, hice esto. Necesito un abrazo”. Pero no puedo», dice, y se le quiebra la voz.

Los nombres de las y los protagonistas de este reportaje han sido cambiados a pedido de la sobreviviente de violencia sexual para resguardar su identidad e integridad.