Futuros

Una trinchera que desafía la invasión del desierto verde

El pueblo paraguayo de Guahory es la piedra en el zapato de la expansión territorial de la soja brasilera.

Reportaje María Sanz · Edición jazmin acuña · Juan Heilborn · Fotografía Cristian Palacios ·

En la puerta de su casa, Milciades Añazco pidió una orden judicial a los policías que venían a desalojarle. Recibió 26 balines de goma. Rosana Irala mostró su título de propiedad, pero los policías entraron igual. Yamil Añazco, de diez años, se escondió debajo de una cuna, y los policías le rompieron una mano. Las casas fueron destruidas y sus cultivos arrasados. Fueron 1.200 policías, casi uno por cada hectárea de la comunidad campesina. ¿Qué tienen las tierras de Guahory para que sus habitantes estén dispuestos a morir por ellas?

La tierra allí es blanda, oscura, arcillosa. Al agarrarla con las manos, se queda pegada a la piel y deja olor a lluvia, aun en los días de sol. El ambiente es tan húmedo que a veces el moho puede afectar las cosechas. Este lugar está habitado por más de 200 familias y acumula tres desalojos.

La comunidad se encuentra a 250 kilómetros al este de Asunción y a unos 80 de la frontera con Brasil. Antes de llegar, hay que pasar por una caseta blanca: un puesto de control de la seguridad privada de los productores brasileños vecinos.

Los cultivos de Guahory alimentan a más de 200 familias. Las plantaciones del agronegocio ocupan una superficie total del tamaño de Costa Rica, y alimentan a vacas, cerdos o aves de lugares como Rusia, Israel o la Unión Europea.

El puesto está ahora desierto. Detrás de él, los campos vacíos aguardan las semillas de soja que se sembrarán en poco tiempo. Delante, un camino de tierra lleva a una casa con una pequeña cancha de vóley. Allí viven Manuel Vera y Jorgelina Fariña, los primeros pobladores de Guahory.

Jorgelina Fariña tiene diez hijos. Se alimenta con lo que pesca del lago o con lo que cultiva en una tierra que, para ella, es la mejor para producir, porque no necesita químicos.

El lago rodea todo el asentamiento. Proviene de un brazo del río Yguazú, que en los años 80 fue desviado para crear un embalse. Allí se pescan sardinas de colita roja, que Jorgelina prepara fritas o que usa para cocinar un pira caldo (sopa de pescado). El pescado lo acompaña con mandi’o chyryry, un plato con mandioca frita, cebolla y queso. Otras veces, en lugar de pescado, prepara kumanda kure, un guiso de porotos con carne de cerdo. Todo producido en su casa.

«Para mí, la tierra es la vida. Es sustento y es alimento sano. Los alimentos que se comen afuera, como los embutidos, el chorizo o el pollo están todos llenos de hormonas. En cambio, comer poroto o maní, lo que producimos nosotros, es alimento que da juicio», dice Jorgelina.

En el último desalojo que sufrió la comunidad, 1.200 policías reprimieron a sus pobladores. Uno por cada hectárea del asentamiento.

Guahory es parte del 6% de tierras que se destinan a cultivar alimentos en Paraguay. El 94% restante se usa para cultivos de exportación, como la soja, el trigo o el maíz. Los cultivos de Guahory alimentan a más de 200 familias. Las plantaciones del agronegocio ocupan una superficie total del tamaño de Costa Rica y alimentan a vacas, cerdos o aves de lugares como Rusia, Israel o la Unión Europea.

El granero del mundo tiene hambre

Paraguay produce alimentos para unas 60 millones de personas, nueve veces su población. Sin embargo, uno de cada diez paraguayos come menos nutrientes de los que necesita su cuerpo. ¿Cómo es que un país que se hace llamar «el granero del mundo» no puede alimentar a sus propios habitantes?

Cada vez se producen menos alimentos como frutas y hortalizas. Esta demanda se suple con productos importados de Argentina o Brasil, a precios más elevados, según el economista e investigador Luis Rojas.

En lo que va del siglo, los cultivos destinados al agronegocio en Paraguay duplicaron su extensión. La superficie destinada a la producción campesina se redujo a la mitad: 329.000 hectáreas.Casi todas las papas a la venta en los mercados paraguayos son argentinas y de ese país proceden uno de cada dos tomates. Paraguay importa la mitad de las hortalizas y verduras que consume, y en 2014 importó estos alimentos por casi 500 millones de dólares. Con cada vez menos espacio para producirlos, cada vez habrá menos alimentos locales y el país se hará más dependiente de otros. Es lo que se conoce como pérdida de la soberanía alimentaria.

El estado paraguayo propuso a los habitantes de Guahory reubicarlos a unos 60 km de distancia del asentamiento. Sin embargo, las tierras del lugar no eran aptas para el cultivo.

Sojeros sin fronteras

Mientras los cultivos de alimentos se reducen, los de soja se expanden. Cuando acabe 2017 Paraguay habrá producido 94 millones de toneladas de soja como sexto productor del mundo. Cuatro puestos más arriba, el segundo productor es Brasil. Sus cultivos de soja están expandiéndose tanto que cruzan fronteras, como las de Paraguay.

Los sojeros vienen al país atraídos por el buen clima y la fertilidad de la tierra, pero también por un impuesto a la tierra bajísimo. La recaudación por propiedades inmobiliarias rurales supone el 0,04% del Producto Interno Bruto: 24 veces menos que en la región, 45 veces menos que en los países desarrollados.

Además, cuentan con la ventaja de que no existen tributos a las exportaciones. En junio pasado, el Senado aprobó gravar con un 10% de impuestos las exportaciones de granos. Minutos después, la ministra de Hacienda, Lea Giménez, tildó a la ley de «nefasta» y «muy dañina» para la economía nacional y anunció el veto del Ejecutivo.

«Dañina» es, para los campesinos, la agricultura para la exportación, porque destruye empleos. Las hectáreas dedicadas a la agricultura familiar generan 40 veces más empleos que el mismo espacio destinado a la agroexportación.Mientras la soja gana terreno, la tierra de Paraguay va pasando a manos extranjeras. Ya en 2009, un quinto de las tierras del país –una superficie equivalente a la de Panamá– estaban a nombre de extranjeros. En esa superficie, 3 de cada 5 hectáreas son de brasileños, que tienen casi el 12% del territorio paraguayo. O tenían, ya que el último Censo Agropecuario Nacional se realizó en 2008.

Para los pobladores de Guahory la tierra es la vida y el sustento. Ellos mismos producen sus alimentos, como el maní o el poroto.

Plata o plomo

Eligio Brítez, de 35 años, vive en Guahory desde que tenía cinco. Produce en su chacra mandioca y poroto para comer. Además, cultiva maíz para venderlo. Cuenta que las tierras de Guahory fueron compradas por el Estado para los paraguayos y que fueron invadidas por los brasileños. «Ellos empezaron a presionar a las familias campesinas para que vendieran sus tierras. Le corrían a la gente con dinero, pagando por sus derecheras (derechos de posesión sobre la tierra) o comprando los lotes de manera fraudulenta. Buscaban ahogar a la gente, con veneno para los cultivos o con plata».

Las leyes paraguayas prohíben la venta, alquiler o embargo de tierras públicas durante un plazo de diez años desde el momento de la adjudicación a los campesinos. Para Eligio, estas compras en Guahory fueron parte de un proceso gradual de expulsión del campesinado.

Dice que los brasileños quieren estas tierras porque son tan buenas que ni las heladas llegan a dañar los cultivos. Los pobladores de Guahory las quieren por la misma razón y también porque aseguran que el Estado se las dio.

En septiembre de 2015 varias máquinas entraron a destruir los cultivos de la comunidad. Durante el desalojo algunos animales fueron robados y otros desollados ahí mismo. 

Además del dinero, los brasileños cuentan con otro método para desplazar a los campesinos: las balas. Cuando la presión para que la comunidad venda sus tierras no surte efecto, los colonos recurren a los desalojos violentos.

Más de 1.200 policías, un agente fiscal y varios colonos brasileños entraron en Guahory el 15 de septiembre de 2016. Casi un policía por hectárea, con balines de goma, cachiporras, gases lacrimógenos. Venían a desalojar a las cerca de 200 familias del asentamiento, cuyas casas fueron completamente derribadas.

Varias máquinas agrícolas entraron a «rastronear» los cultivos. Aplastaron, trituraron y arrancaron desde la raíz las plantas que cada familia cultivaba para alimentarse. Algunos animales fueron robados, otros sacrificados y desollados allí mismo.

«Acá yo soy millonaria, porque tengo mis animales y no le debo a nadie», dice Miriam Bogado, pobladora de Guahory.

«Echaron abajo la iglesia y la escuela. Los policías golpearon hasta a las criaturas. Yo corrí a refugiarme en la iglesia, con mis animales, y me chutaron de ahí. Echaron abajo mi casa, que era grande, linda, de material. Todavía me duele en el corazón. Lloré como si mi mamá se estuviera muriendo. Mi hija era chiquita y estaba en mis brazos. Perdí su biberón, su ropita, sus juguetes… Quedé sin nada. Todos los niños lloraban. Los policías nos apuntaban con armas fuertes, y parecía que nos iban a tirar. Tenían carros hidrantes, caballos, un helicóptero. De terror era. Igualito que en una guerra. Ese día nadie tenía hambre ni sed. Solo podíamos quedarnos mirando. A nosotros, que somos inocentes, ¿por qué nos hacían esto?», se pregunta Miriam Bogado.

Ella tiene 32 años, y hace seis que vive en Guahory. En el desalojo perdió todo. Pero ahora, un año después, ya tiene una vaca, que ordeña todos los días a las cuatro y media de la mañana, varios chanchos que cría para venderlos después, y un montón de gallinas y de pavos que cacarean sin parar. Sus cultivos de mandioca y de maíz –que cosecha para vender– llegan casi hasta orillas del lago que rodea Guahory. A un costado de la casa, sobre un poste de madera, están colgadas las redes verdosas que utiliza para pescar.

«Acá yo soy millonaria, porque tengo mis animales y no le debo a nadie», dice.

La vida de los habitantes de Guahory gira sobre la importancia fundamental de la tierra. En un mismo espacio ellos cultivan, comen y habitan.

La vida en la tierra

Cultivar, comer y habitar se traducen en una misma acción, en un mismo espacio de tierra para la población campesina. Para los productores brasileños, en cambio, son actividades separadas. Cultivan para ganar dinero. Con ese dinero, pagan una casa para vivir fuera de sus plantaciones y compran los alimentos que van a comer.

«En la parte de los brasileros es todo soja, grano, maíz», dice Milciades Añazco, el campesino de 30 años que nació en Guahory y defendió su casa frente a los policías. «Esta es la tierra más linda que existe y la mejor para soja y grano. De cada hectárea quitan 4.500 kilos de soja. Es el doble que en otros lugares. Y por eso se quieren quedar a toda costa», asegura.

Para los grandes productores brasileños la tierra es un bien que se puede comprar y vender. Su concepto de derecho a la tierra se resume en poseer un papel, un título de propiedad. Pero para campesinos y campesinas, la tierra es mucho más:

«La tierra es nuestra compañía, nuestro abrazo. No somos nada sin la tierra. Ella es la fuente de todo lo que somos. De la tierra sacamos alimentos, vestido, remedios para sanarnos y también recursos para educarnos. Somos compañeros con la tierra. La usamos por un tiempo corto, porque vamos a morir. Uno no puede tener a la tierra, porque la tierra es patrimonio de la humanidad. Y la humanidad no es una persona, sino un colectivo de personas. Más allá de que un extranjero venga a plantear papeles y a decir: “Esto es mi propiedad”. Ante la ley, eso tal vez tenga sentido, pero más allá de la ley es inviable: nadie puede tener, ni apropiarse indefinidamente de un pedazo de tierra», dice Eligio Brítez.

Milciades Añazco coincide. Con un pedazo de tierra y ganas de trabajar, asegura que hay futuro. Por eso pelean. Por una cultura, por el lugar donde nacieron y donde quieren vivir.

A pesar de la migración masiva del campo a la ciudad, en Paraguay viven actualmente más de dos millones de personas en el área rural, la cifra más alta de la región.

Más soja, ¿menos campesinos?

En 1992, la mitad de los paraguayos vivía en el campo. Actualmente, es el país de Sudamérica con mayor porcentaje de población rural. En total, más de 2 millones y medio de personas. Luis Rojas dice que, como consecuencia de la expansión de la soja, muchos campesinos y campesinas han migrado a las ciudades, en lo que se conoce como «proceso de descampesinización». Sin embargo, otros muchos permanecen en el campo, arraigados a sus tierras y a su modo de vida.

«Hay desplazamiento de los campesinos, pero también una fuerte permanencia. Por la falta de oportunidades de trabajo urbano, muchos campesinos optan por permanecer en el campo y luchar por su tierra. Pero también es por la convicción de querer seguir siendo campesinos y reproducir su forma de vida», dice Rojas.Incluso hay personas que migran desde las ciudades al campo. Según un estudio –aún inédito– de Vía Campesina sobre migración rural en Paraguay, en los últimos cinco años unas 85.000 personas regresaron al campo desde las ciudades. Algunas, como Gregoria Fernández, dicen que ya no se van a ir de sus tierras jamás.

Paraguay es el país de Sudamérica con mayor porcentaje de población rural. En total, más de dos millones y medio de personas.

Gregoria vivía en un barrio de la periferia de Ciudad del Este, en la frontera con Brasil. Llegó a Guahory con su marido, Teófilo Olmedo, nacido en el asentamiento, y sus siete hijos. Ahora cría gallinas y cultiva mandioca. Teófilo viaja varias veces a la semana a Ciudad del Este, donde vende perfumes en un centro comercial. Ambos prefieren vivir en el campo.

Gregoria ve aquí más vida que en la ciudad. Allá, al levantarse ya tenía que pagar para el desayuno, pero acá con plantíos y animales, no se necesita dinero. En Ciudad del Este trabajaba como limpiadora en un hospital, en turnos rotativos, y volvía a su casa de madrugada y con miedo. «Acá me sentí tranquila, y por primera vez podía dormir todo de seguido» asegura. Cuando llegó a Guahory no tenía nada, y los vecinos le mandaban leche, queso o huevos, o la invitaban a un pedazo de carne. Pero allá en las orillas de la ciudad, los vecinos no la veían. Mira a su alrededor: «Esta es la vida del paraíso que muchos dicen. De acá ya me tienen que llevar para el cementerio, porque no pienso irme más. Acá hay vida y por eso vamos a luchar por esta tierra, hasta las últimas consecuencias».

Después de Marina Kué, Guahory fue el asentamiento que fue atropellado con todo el aparato represivo del Estado. Aún así, los pobladores de la comunidad continúan construyendo casas y defendiendo su derecho a la tierra. 

El pueblo campesino refugiado en su propio país

Guahory es a Brasil lo que Palestina a Israel: un territorio que se resiste a ser invadido, la piedra en el zapato de su expansión territorial. En Guahory, a los brasileños también se les llama colonos. No hay ataques con fósforo blanco, pero periódicamente los sojeros rocían el campo con agroquímicos que afectan a la salud de campesinos y campesinas. No hay muros fronterizos ni alambres electrificados, pero sí puestos de control con guardias de seguridad privada. También hay agresiones de un ejército: en los sucesivos desalojos, el Estado desplegó seis policías por cada campesino. La violencia en Guahory no está en la agenda de sesiones de la ONU, pero la CIDH pidió explicaciones al Estado por los desalojos. Para el modelo de colonia, la población campesina es un obstáculo a erradicar.

El conflicto de la tierra en Guahory es verde: verde como la soja, verde como los dólares con los que los brasileños compraron tierras y policías.

Tras el desalojo de septiembre, Jair Weber, un colono brasileño, dijo que los productores de soja de la zona habían pagado 200.000 dólares a los policías para que expulsaran a los campesinos. En esos días también circuló un video donde un hombre con acento brasileño agradecía a la hidroeléctrica Yacyreta por haberles prestado un helicóptero para el desalojo. En el video aparecía también el comisario Luis Pablo Cantero Vázquez, quien lideró el operativo. Cuatro días después del desalojo, Cantero fue ascendido a director de Orden y Seguridad de la Policía paraguaya.

«Después de Marina Kue, Guahory fue el asentamiento que fue atropellado con todo el aparato represivo del Estado. Movilizaron miles de policías de los grupos especiales, helicópteros… y los propios sojeros brasileros dirigían el desalojo, que fue muy violento», dice Marcial Gómez, dirigente de la Federación Nacional Campesina, una de las principales organizaciones campesinas de Paraguay.

El desalojo de Marina Kue fue en 2012, y en el que murieron once campesinos y seis policías. Gómez dice que aquel caso –con desalojo, masacre y posterior condena a los once campesinos imputados– buscaba lo mismo que el de Guahory: servir de «hecho ejemplar» para el campesinado, para que no pensaran más en luchar por un pedazo de tierra.

Guahory representa la soberanía de Paraguay, que se ve amenazada por la expansión económica de grandes terratenientes brasileros.

«Guahory es Paraguay»

Después del desalojo de septiembre de 2016, hubo negociaciones con el Estado, acampadas en Asunción, más represión policial, amenazas de guardias de seguridad privada, detenciones, ataques, treguas y acuerdos. La solución que el Estado propuso a los pobladores de Guahory fue la de ser reubicados en otro terreno, a unos 60 km de distancia. Allí se pretende crear una «colonia modelo», con viviendas y espacio para cultivar. Pero la casa y la chacra están separadas, a kilómetros de distancia.

«No tiene nada que ver con la cultura campesina paraguaya, donde la casa y el lugar de trabajo están en el mismo sitio y uno no necesita de nafta ni de vehículo para ir y volver. Allá la tierra es yvyku’i (arena), no es fértil, no sirve para cultivar. No vale ni el 5% de lo que valen las tierras de Guahory. ¿Cómo iba a estar libre una tierra de 1.500 hectáreas apta para cultivo, cuando los brasileños no perdonan ni un cuarto de hectárea?», se pregunta Emiliano Duarte, campesino de Guahory de 45 años, que fue a conocer los terrenos que propone el Gobierno y se sintió engañado.

Emiliano comprendió que la resistencia de Guahory no es solo por las tierras del asentamiento, sino por el derecho de los campesinos a seguir existiendo. Marcial Gómez lo resume diciendo que Guahory es un pedazo de la soberanía de Paraguay.

«Detrás de Guahory se están defendiendo otras comunidades, algunas con orden de desalojo. El atropello para la expulsión de los campesinos de sus tierras es un tema político nacional. Muchos compañeros están convencidos de que realmente no hay otro camino que el de enfrentar y resistir», dice.

Por eso, uno de los lemas de los campesinos, desde que fueron desalojados, es «Guahory es Paraguay».

«Los sojeros quieren que Guahory termine ahora, que desaparezca, y que estas tierras sean una extensión de Brasil. La tierra de Guahory representa la soberanía de Paraguay y la supervivencia de nuestros hijos. Es una tierra por la que vale la pena pelear, y vale la pena morir», dice Emiliano.

Guahory es una comunidad que resiste y vive. La comunidad cuenta con luz eléctrica, escuelas y capillas reconstruidas. 

Desde la semilla

En Guahory ahora hay luz eléctrica, escuelas y capillas reconstruidas. Hay pequeños gallineros, vacas atadas a los árboles, chanchos que corretean. Cada vecino tiene un pozo para sacar agua potable. Frente a una casa hay tres torres de sillas de plástico, recuerdo de un quinceaños. Hay puntales y tablas de madera que forman el esqueleto de lo que serán casas nuevas, al lado de los escombros quemados.

Campesinos y campesinas están sembrando sus propios alimentos: mandioca, maíz, maní, poroto, arveja. El 6 de septiembre de 2017 recibieron su última amenaza de desalojo. La tensión se mantiene.El Congreso paraguayo aprobó en abril de este año un proyecto de ley para expropiar las tierras de Guahory y cederlas a los campesinos.El Poder Ejecutivo lo vetó. Dijeron que no tenía «sustento técnico». En julio, el Senado rechazó el veto presidencial. Pero el pasado 20 de septiembre, los diputados aceptaron el veto, y la expropiación no podrá tratarse de nuevo hasta dentro de un año.

Rodeado de sojales y amenazados por una represión estatal que sigue latente, los habitantes de Guahory continúan luchando por su derecho de vivir en sus tierras.

«La expropiación era una vía importante para solucionar el conflicto en Guahory, pero los diputados no tuvieron voluntad de aprobarla. Ahora, lo más probable es que vengan a desalojarnos. Pero estamos firmes para resistir cualquier ataque, y para pelear si es necesario», dice Élida Giménez, de 28 años, que vive desde hace cinco en la comunidad.

Jorgelina Fariña dice que su objetivo hoy, después de casi treinta años y tres desalojos, es el mismo que cuando llegó a Guahory: «Esperamos un futuro mejor para nosotros y nuestros hijos. Era nuestro sueño. Y estamos en esa idea hasta el fin, porque nuestras esperanzas no se enmohecen».

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