#MemoriaChokokue

Un lugar dibujado en la tierra

Táva Guaraní fue idealizada por la izquierda y satanizada por la derecha. Como muchas veces, la verdad es más compleja.

Ernesto Benítez cuenta la historia con la sonrisa atada a los pómulos. La sonrisa de alguien que escapó de la muerte dos veces en el mismo lugar con ocho años de diferencia.

No era la primera manifestación campesina en la que participaba cuando la mañana del 7 de septiembre de 1995 fue uno de los 21 campesinos acribillados por la policía en Santa Rosa del Aguaray, San Pedro.

Tampoco era el único allí que venía de Táva Guarani, una comunidad campesina a 65 kilómetros de Santa Rosa fundada gracias a un acuerdo con el gobierno en 1991, luego de dos ocupaciones en otra propiedad y siete meses viviendo frente a la Catedral de Asunción.

Junto a Ernesto estaban esa mañana otros varios jóvenes, madres y hasta niños de la escuela de Táva que había fundado bajo árboles. Cerraban la ruta para acompañar los pedidos de otros campesinos, como otras comunidades acompañaban los pedidos de Táva, cuando empezaron los disparos de la policía.

Una bala de escopeta atravesó el pulmón derecho de Ernesto Benítez antes que él pueda hablar con un fiscal para evitar la represión. Narciso Villamayor sobrevivió a un disparo en la cabeza. Pedro Giménez, alumno y compañero de pesca de Benítez en Táva, murió horas después. Tenía veinte años y doce hermanos.

El asentamiento fundado en las tierras conseguidas luego de esa manifestación lleva el nombre de Pedro Giménez. Pero los policías que lo ejecutaron nunca fueron juzgados. En 1995, serían asesinados de manera similar nueve campesinos más.

Esta vez era una manifestación de productores de cedrón, uno de esos cultivos de exportación que el Estado paraguayo promete al campesinado que venderán bien y luego terminan con precios muy bajos en el mercado.

Ernesto Benítez fue derribado por balas de pistola antes de terminar con otros treinta campesinos presos en la comisaría del lugar.

También quedaron impunes los policías que junto a militares torturaron a Ernesto Benítez en 2003. Antes habían ejecutado a Eulalio Blanco y disparado a otras once personas en la misma ruta de Santa Rosa donde sucedió la represión de 1995.

Militares y policías, con supervisión del fiscal Lucio Aguilera –que a su vez dependía del entonces fiscal y luego senador Arnaldo Giuzzio– lo golpearon y amenazaron con degollarlo.

Paraguay fue condenado por el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas por el caso. En los años siguientes la actuación policial y fiscal no cambiaría.

Ernesto Benítez cuenta la historia con ademanes de docente y una voz que parece de fumador pero que es de sobreviviente. La cuenta en medio de una calle de tierra y otra de asfalto frente a la escuela de Táva Guaraní. Se interrumpe cada vez que una moto pasa saludándolo.

No siempre pasaron motos en Táva. Cuando llegaron por primera vez allí, había que caminar 50 kilómetros para llegar a la ruta más cercana en San Pedro, uno de los departamentos más pobres del país.

Con un dedo en la tierra Benítez dibuja cómo se distribuye Táva Guaraní. La mayoría de las comunidades campesinas organizadas de Paraguay sigue el patrón de otorgar unas diez hectáreas a cada familia, donde tienen su casa y sus cultivos. Lo que hace que entre casa y casa haya hasta medio kilómetro de distancia.

El pueblo sin iglesia ni comisaría tiene un centro urbano donde viven, una al lado de la otra, unas 250 familias. En el medio dejaron libres los terrenos para construir la plaza, la escuela y el centro de salud. Las parcelas de cada familia están detrás de ese centro urbano y se extienden en un total de 5.000 hectáreas.

La distribución de las tierras tiene como objetivo que nadie viva demasiado lejos para acceder a los servicios básicos y participar de las reuniones comunitarias.

En Táva todo tiene un por qué. Y el por qué es político.

Dependiendo a quién se pregunte, Táva es una idealizada experiencia de organización campesina o un centro de preparación de guerrilleros. Así definió a su escuela Abc Color, el diario de mayor tirada de Paraguay.

En la escuela se ven niños y niñas descalzos jugando a la pelota en el recreo. El Che Guevara que estaba pintado en sus paredes fue borrado con las nuevas aulas que dio el Estado. El Dr. Francia, independentista y dictador de Paraguay durante 40 años, sigue mirando al patio pintado en un muro blanco.

Elvio Benítez, el líder más notorio de Táva, ex concejal y candidato a diputado en su departamento por la coalición de izquierda Frente Guasú, está en abierta guerra con los medios de Asunción que lo acusan de homicidio, asociación criminal, tala ilegal de árboles y narcotráfico.

Elvio Benítez se parece poco a su hermano Ernesto. Es grande donde el otro es enjuto. Es caudillo donde el otro es docente. Es tajante donde el otro es suave.

Elvio Benítez no quiere hablar de Táva. Está más interesado ahora en conversar sobre las ocupaciones de los sin tierra en la ciudad. Ve en ellas una oportunidad de poner en agenda nacional un hecho irrefutable: Paraguay es el país con la distribución de tierra más desigual del mundo.

«Los sin tierra de la ciudad, después de todo, son los sin tierra que no tuvieron lugar en el campo», dice.

Para Táva Guaraní, la existencia de un movimiento que pelee por acceder a la tierra y por la filosofía de vida campesina es una cuestión de supervivencia.

Rodeada de otros pueblos campesinos, un estero y un río, puede todavía mantener la agricultura y ganadería que da de comer a los que viven allí sin la urgencia del avance de la soja.

Táva también se plantea la contradicción de negociar con un mundo antagónico. Mientras que para algunos pobladores mucha de la presencia del Estado –viviendas, electricidad, planes de producción– no se hubiese conseguido sin la incidencia política de líderes como Elvio Benítez, otros no están de acuerdo con su figura y el modo que se dirige hoy la comunidad.

Luego de años de lucha, Táva cedió a las intenciones del Estado de lotear a favor de cada familia las hectáreas del asentamiento. «Que se haya roto el sueño de ser una propiedad colectiva nos dividió», dice Magdalena Fleitas, docente jubilada que vino a la comunidad para ser directora de la escuela.

Para ella, la contradicción de Táva no hace de menos todo lo que logró, sino que es una oportunidad para construir. «En el fondo, lo que hay es un pedido de mayor democracia».

Cuando se toca la cicatriz en el pecho, Ernesto Benítez no duda de que todo lo que vivieron y siguen viviendo vale la pena: «Cuando un campesino no tiene tierra, tiene una vida muy dolorosa, porque vive cargando su muerte diaria en la espalda».

«Entonces uno lucha por la tierra porque es la posibilidad de matar su propia muerte».

texto maxi manzoni · edición jazmín acuña & juan heilborn · ilustración lorena barrios