En Paraguay, el tráfico ilegal de marihuana genera unos 700 millones de dólares por año. No paga impuestos y ha convertido la frontera con Brasil en una de las más letales del mundo.
En todos los países de América del Sur se produce cannabis, pero ninguno lo hace como Paraguay. Su producción supera a la de Colombia y Brasil, y llega a todos los países de la región. Solo en Uruguay, casi el 100 % del cannabis incautado en 2017 procedía de Paraguay y se había introducido por tierra de forma clandestina a través de Argentina y Brasil.
Cultivar, cosechar, acopiar, prensar, esconder y transportar entre 15 mil y 30 mil toneladas anuales lleva mucho trabajo. La cadena de producción involucra al menos a 20 mil cultivadores, además de acopiadores, transportistas voluntarios e involuntarios, hoteleros, casas de cambio, importadoras de vehículos y electrónica, y hasta restaurantes que funcionan para encubrir el transporte del cannabis y el lavado de todo el dinero que se obtiene de forma ilegal.
Según estimaciones a la baja del Gobierno, en el país se cultivan unas 7.000 hectáreas de cannabis cada año, aunque legisladores y especialistas calculan que puede haber el triple. Cada hectárea puede generar al menos unos 1.500 kilos por cosecha. El kilo de marihuana prensada se vende en la plantación a unos 6 dólares. Si solo hubiera 7.000 hectáreas plantadas, quienes acopian y venden al por mayor generan una renta de 63 millones de dólares en cada cosecha.
Gran parte de ese dinero se queda en el engrasado que la maquinaria de la mafia necesita. La Secretaría Nacional Antidrogas (Senad) estima que la corrupción policial e institucional se alza con 49 de esos 63 millones de renta. Gracias al clima subtropical, en Paraguay se pueden obtener hasta tres cosechas de cannabis al año. Así, autoridades corruptas captan unos 150 millones de dólares anuales para sus bolsillos. Cientos de millones que podrían ser regulados por el Estado.
Por tierra, río y aire se transportan toneladas de marihuana prensada paraguaya.
El cannabis va en camiones de carga de granos, madera, carbón, materiales de construcción. Va en autos, camionetas 4×4, buses. También va en aviones y avionetas de todo tipo. Barcos y balsas pasan el porro brasiguayo por las permeables fronteras sudamericanas, alimentando la economía sumergida, la que no aparece en las estadísticas.
En todo el país brotan nuevos hoteles y barrios VIP de mansiones con vehículos de lujo y vidrios tintados de negro. Con réplicas de catedrales o animales salvajes encerrados en sus jardines. La ostentación es de quienes se benefician de este y de otros mercados ilegales.
Una vez que la placa de un kilo está lista para la “exportación”, cerca de la frontera con Brasil, su precio sube a unos 43 dólares. Cuando pasa al otro lado, su precio supera los 300 dólares. El lugar donde se vende más caro en la región es Chile. El precio allí alcanza los 1.000 dólares el kilo.
Lo que más se ve de esta economía escondida es la violencia que engendra. Paraguay tiene una de las cinco tasas de homicidios más bajas de la región, pero en la frontera con Brasil tiene una de las más altas del mundo. Casi 70 asesinatos al año por cada 100.000 habitantes, según el Ministerio del Interior. Al nivel de Honduras, el país con la mayor tasa de homicidios del planeta.
Las organizaciones criminales brasileñas Primer Comando Capital (PCC), Comando Vermelho o la paraguaya Clan Rotela aprovechan el silencio y la impunidad para asaltar, atentar y chocar entre sí y con las autoridades. Así disputan el control por la producción de marihuana y sus rutas, que son las mismas que las de la cocaína que viene de Bolivia y Perú.
Todos los días la televisión dedica espacio a operativos policiales o de la Senad. Imágenes de detenciones de sicarios, pequeñas incautaciones o cortes y quemas de plantaciones de cannabis acaparan los horarios centrales de noticias. Con apoyo de la Policía Federal Brasileña y de agentes del departamento antidroga estadounidense (DEA), 226 agentes especiales paraguayos entrenados para operaciones de élite y alta tensión salen en pantalla cortando con machete miles de plantas. En 2019, al presidente Mario Abdo se lo vio cortando marihuana junto a la ministra de Seguridad argentina de entonces, Patricia Bullrich.
A veces queman las plantaciones para hacerlo más rápido. El trabajo se paga con dinero del contribuyente, a pesar de no ser efectivo. Cada vez que la Senad o la Policía corta una plantación, en algún lugar boscoso de Paraguay surgen otras cuatro. El Gobierno reporta cada año una media de 1.400 hectáreas de cannabis destruidas de las 7.000 que dicen que existen.
La respuesta del Estado al cannabis ha sido la «lucha contra el narco», doctrina impuesta por Estados Unidos desde la década de 1970 y que se limita a la persecución de la producción y la criminalización del consumo de drogas. Mientras tanto, en países vecinos ya buscan otras respuestas, como la regulación en Chile, Argentina y Uruguay.
La regulación del cannabis con fines recreativos en este último país le quitó al mercado ilegal ganancias por más de 22 millones de dólares. Más del doble del presupuesto anual de la Senad paraguaya.
A paso lento, Paraguay aprobó en diciembre de 2017 la ley 6007 que regula la producción y el consumo del cannabis y sus derivados con fines médicos y científicos. Casi tres años después, el Gobierno aún no la ha puesto en marcha. La prioridad para el negocio hasta ahora la tienen las grandes farmacéuticas.
Pero la producción no para. Más de 20 mil agricultores siguen arriesgándose a cultivar cannabis ilegalmente, familias se arriesgan a producir su propio aceite para dar a sus hijos enfermos y un empresario se autoinculpa ante la Fiscalía para producir su propia marihuana a gran escala.
El brasiguayo es una serie de historias sobre el cannabis prohibido de Paraguay que llega a casi toda Sudamérica. Tiene el apoyo del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas (FINND) de la Fundación Gabo