Más de 30 años después, Cristóbal Martínez vivió el segundo desalojo de su comunidad frente a Itaipú, la hidroeléctrica más grande del mundo. Los Ava Guaraní de Sauce, un pueblo del agua, observó el fuego de los policías arrasar su aldea. Escondidos con sus pupitres y pizarrón en los últimos montes de su territorio ancestral, vieron su tapỹi, su aldea, volverse cenizas. Pero no abandonaron su río Paraná por segunda vez.
La mañana del 30 de septiembre de 2016, doce patrulleras, agentes del Grupo Especial de Operaciones (GEO) de la Policía Nacional, un escuadrón de la Policía Montada y funcionarios del Instituto Paraguayo del Indígena (Indi) llegaron a la aldea de los sauceños, pero no vieron a los sauceños.
Hombres, mujeres, niños y ancianos buscaron refugio cerca del río Paraná que habitaron hasta finales de la década del 70 en el departamento de Alto Paraná, al este de Paraguay, cerca de Brasil. Para los guaraníes, el Yvy Marãe’ỹ, o «Tierra sin mal», es un lugar en este mundo donde pueden ser felices. Para los ava guaraní paranaenses, su tierra sin mal tiene agua, mucha agua: el río Paraná, el segundo más largo de Sudamérica.
A la comunidad ava guaraní de Sauce el segundo desalojo los tomó por sorpresa. Un grupo de policías quemaron sus casas, sus chacras, la escuela donde estudiaban e inclusive robaron a sus animales (Foto Gentileza).
Desde el segundo desalojo los ava guaraní de Sauce, entre ellos la familia de Cristóbal Martínez, resisten en carpas de lona en la reserva Limoy de Itaipú, cerca de los cultivos de soja más extensos del territorio paraguayo.
El primer desalojo fue a inicios de los 80, cuando les dijeron que el embalse del río Paraná inundaría sus tierras por la puesta en función de la hidroeléctrica paraguayo/brasilera. También les dijeron que, al bajar las aguas, podrían volver.
Para los ava guaraní paranaenses, su tierra sin mal tiene agua, mucha agua: el río Paraná, el segundo más largo de Sudamérica.
Pero en 2016 los sauceños ya eran otras personas. Para Cristóbal Martínez, el líder de la comunidad, la palabra del hombre blanco no vale nada, y las mentiras en papeles escritos son peligrosas, como la orden judicial de desalojo firmada el 13 de septiembre de ese año por el juez Emilio Gómez Barrios, a pedido de Germán Hutz, un poderoso productor de soja, cuñado del vicepresidente de Paraguay, Juan Afara.
Desde que volvieron a Sauce, Cristóbal Martínez recibió varias amenazas e intentos de soborno de hasta cincuenta mil dólares por parte de enviados del sojero Hutz. Él cuenta que también el Indi le ofreció dinero y un terreno en un esteral, pero al rechazar la oferta, la institución retiró la ayuda prometida.
Los ava guaraní paranaenses resisten en carpas de lona en la reserva de Limoy de Itaipú, cerca de los cultivos de soja más grandes del territorio paraguayo.
Su hija, Amada Martínez, tiene la misma determinación y la mirada fuerte de su madre, Carmen Benítez, y de su abuela, Carmen Sixta Martínez. Cuando detalla cómo destruyeron su aldea, en sus ojos se dibuja la rabia. Vio a un ejército policial quemar casas, chacras, la escuela donde enseñaba, el templo. Los policías se robaron hasta sus animales, a los que les había puesto nombres. Desde entonces, Amada no quiere tener más animales.
En medio del monte, el río y los sojales, ella y su padre recuerdan que el desalojo les tomó por sorpresa, ya que habían indagado sobre la situación legal de esos terrenos y manejaban información de que eran tierras del Estado.
Con sus manos, Amada Martínez relata cómo a la noche siguiente al desalojo pasaron más horas de terror. Una tormenta se desató por encima de las precarias carpas de lona mientras dormían. Escuchó gritos y llantos, y salió de su tienda para ver cómo desde el sojal un caudal de agua arrastraba hacia el río todo el campamento, llevándose a una niña pequeña, los pupitres y otras cosas que habían logrado salvar del desalojo.
El Estado paraguayo mantiene una deuda histórica con los ava guaraní paranaenses de Sauce: reparar el daño causado por la hidroeléctrica que los alejó de su río.
La niña y algunas pertenencias fueron rescatadas. El resto se perdió. Aquello fue como un bautismo de una nueva etapa de sufrimiento y lucha para los Martínez y su comunidad, pero allí siguen hasta hoy.
El Poder Judicial y la Policía reconocieron luego graves errores cometidos en los procedimientos de desalojo. El Indi y la Itaipú prometieron ayuda que nunca llegó. El Estado paraguayo mantiene una deuda histórica con los ava guaraní paranaenses de Sauce: reparar el daño causado por la hidroeléctrica que los alejó de su río.
A orillas del río Paraná, la comunidad resiste en medio del monte, en un territorio al que llaman «La Tierra sin Mal».
La gigante binacional
El símbolo más grande de progreso para la dictadura militar de Alfredo Stroessner fue la represa hidroeléctrica de Itaipú. En abril de 1973, Stroessner firmaba junto con el general Emilio Garrastazú Médici, entonces presidente de Brasil, el Tratado de Itaipú. La influencia norteamericana en las dictaduras militares ofrecía grandes préstamos e impulsó rápidamente la construcción de la hidroeléctrica, previa a la primera gran crisis del petróleo, según el libro Os Ava Guaraní no Oeste do Paraná. El coloso paraguayo/brasilero se imponía como el proyecto de mayor envergadura para la historia de ambos países, con la promesa de generar energía «limpia y barata».
Sin embargo, estudios sobre los efectos ambientales y sociales de las represas cuestionan el concepto de «energía limpia». Philip M. Fearnside, para la revista Etiqueta Verde, asegura que el concepto es errado ya que las hidroeléctricas bloquean la migración natural de los peces, mientras que la vegetación inundada se pudre y genera gas metano, «20 veces más potente que el dióxido de carbono de los autos, con lo que contribuye al calentamiento global». Además, el agua pierde oxígeno y contamina a los peces que contaminan a los humanos, las tierras pierden sus valores nutritivos y algunos ríos se vuelven innavegables. La contaminación sigue incluso después de que deja de funcionar una hidroeléctrica. «Los lodos acumulados en reservorios de las represas desactivadas son tan tóxicos como los relaves mineros», asegura.
Más de 80 millones de personas han sido desplazadas en el mundo por la construcción de hidroeléctricas, según el informe de la Comisión Mundial de Represas del año 200.
Más de 80 millones de personas han sido desplazadas en el mundo por la construcción de hidroeléctricas, el equivalente a toda la población de Alemania, y el territorio inundado es del tamaño de España, según el Informe de la Comisión Mundial de Represas del año 2000. Fearnside dice que el impacto social en los indígenas acostumbrados a vivir del río equivale a la destrucción misma de su mundo, «como si un incendio arrasara toda la selva».
Cristóbal Martínez y su suegra Carmen Sixta Martínez, la abuela de Amada, recuerdan que las primeras noticias de la construcción de la hidroeléctrica llegaron con los relevamientos en el año 1974, pero ellos mantenían la fe en que no se moverían de sus tierras. Luego vinieron personas que trabajaban en el denominado «Proyecto Guaraní», cuyo fin era reasentar a las comunidades ava guaraní que se encontraban en el área de incidencia de la suba del embalse del Paraná. El Proyecto Guaraní se definió como un programa de desarrollo integral para aborígenes, auspiciado por la Asociación Indigenista del Paraguay (AIP) y la Misión de Amistad de los Estados Unidos.
Nada de lo que padecieron los ava paranaenses del lado paraguayo figura en el informe final de la Comisión de Verdad y Justicia de Paraguay.
Mientras tomaban sus datos, les anunciaron que tendrían que irse de Sauce porque las aguas subirían e inundarían todo su territorio. «Les dijeron que les iban a devolver las tierras cuando baje el agua. En esa época se creía en la palabra», dice Amada Martínez.
En total fueron 38 comunidades indígenas, 688 familias, las que fueron desplazadas de sus territorios con la expropiación de 165.000 hectáreas para la construcción de la represa Itaipú, según detallan antropólogos y cercanos estudiosos de los ava paranaenses, como la hermana Mariblanca Barón. Un informe de la propia binacional deja en evidencia que Itaipú no los indemnizó y que su territorio solo fue inundado parcialmente.
Mientras los ava guaraní luchan contra la mayor hidroeléctrica del planeta, en los museos de Itaipú se evoca su grandeza en estatuas de cera.
El general Marcial Samaniego, entonces director del Indi, remitió una nota en 1982 a la Itaipú, invitándola a «asumir conjuntamente el compromiso de reubicación de familias indígenas a sus respectivos hábitats». El Indi sostiene que se «veló cuidadosamente los intereses de los indígenas y sus colonias afectadas por la construcción de la represa».
Para la binacional Itaipú, en los años de construcción de la hidroeléctrica se realizaron numerosos operativos de salvataje a los animales de los territorios inundados. Pero no hay una sola mención sobre rescate alguno que se haya hecho a los indígenas desplazados, ni de cumplimiento de los compromisos asumidos en su informe.
«Queríamos que nos traten como a los animales, pero no éramos dignos ni de eso», cuenta Cristóbal Martínez.
En Brasil, el informe de la Comisión Nacional de Verdad (CNV), que detalla las violaciones de derechos humanos cometidas por el régimen militar (1964-1985), dedica un capítulo especial a las violaciones de los derechos humanos de los pueblos indígenas. Los abusos que sufrieron los ava guaraní paranaenses del lado brasileño con la construcción de la represa se destacan. «Los desalojos también fueron práctica corriente cuando se trataba de realizar emprendimientos en áreas con presencia indígena», menciona el texto de la CNV en referencia a la hidroeléctrica Itaipú. Nada de lo que padecieron los ava paranaenses del lado paraguayo figura en el informe final de la Comisión de Verdad y Justicia de Paraguay.
Con la expropiación de 165 mil hectáreas para la construcción de la represa de Itaipú fueron desplazadas 688 familias, distribuidas en 38 comunidades indígenas.
El fin del mundo paranaense
El recuerdo de los días en Sauce antes del primer desalojo reluce en el tallado rostro de la abuela Carmen Sixta Martínez. «Cuando teníamos nuestro hogar acá estábamos tranquilos, no nos molestaba nadie, teníamos mucho alimento porque trabajábamos. Teníamos nuestra mandioca, nuestro maíz, nuestra banana, nuestra batata. Por eso no teníamos que trabajar para nadie. Teníamos todo. No conocíamos lo que era la miseria», cuenta Carmen. Amada Martínez se suma al relato de su abuela: «A mí me contaba que antes ellos vivían muy bien. No habían enfermedades porque no había soja ni agrotóxicos».
A diferencia de otros ava guaraní no ribereños, que eran explotados por las yerbateras o madereras, los paranaenses eran prósperos y autónomos.
Cristóbal Martínez recuerda que Sauce era un tapỹi guasu – una aldea grande – y que en torno a ella había otras aldeas grandes: Santa Teresita, Limoy, Puerto Adela, Itaybate, General Díaz, Pykyry, Itakuru Pucú, Puerto Marangatú. Los profesores iban y venían de una comunidad a otra, y los parientes se visitaban entre las diferentes aldeas, que todas juntas conformaban un tekoha, una comunidad de aldeas. «El Paraná era nuestro medio de vida, nos dedicábamos a la pescadería. En ese tiempo no había fronteras, éramos uno solo, no había lado brasilero o paraguayo, íbamos y veníamos intercambiando mercaderías. Toda la ribera del Paraná era indígena», detalla Cristóbal.
A diferencia de otros ava guaraní no ribereños, que eran explotados por las yerbateras o madereras, los paranaenses eran prósperos y autónomos. Pero el embalse de su río destruyó su mundo.
Una mujer ava guaraní lava sus ropas a orillas del Paraná. Para la comunidad de Sauce, la relación con el río y el agua es parte fundamental de su existencia.
La primera expulsión a los ava guaraní paranaenses comenzó de noche. La familia Martínez fue la última en salir. Los llevaron a Yukyry, un lugar desconocido para ellos. En guaraní y entre llantos, Carmen Sixta Martínez dice que sufrieron mucho. Este episodio fue el fin de su modo de vida. También fue el inicio de cosas que hasta entonces desconocían: el hambre y la enfermedad.
«Sin consulta, ni consentimiento, nos obligaron a irnos», cuenta Cristóbal Martínez. Cuando fueron a buscarlos, les amenazaron con que se quedarían sin lugar si no subían al camión. Viajaron kilómetros hasta que ya no hubo camino. Fueron descargados en la comunidad ava chiripá de Vacaretã. Luego tuvieron que seguir a pie, en la noche, por una picada, cargando las pertenencias que pudieron salvar.
Los traslados del Proyecto Guaraní eran caóticos. «El llanto de los niños con sueño y con hambre, el temor del futuro de parte de los padres, el desconcierto ante lo inconcebible de la represa, el abandono de Ñanderu guasu que ha permitido la desgracia de los indefensos ante la brutalidad y el genocidio más grande nunca visto ni imaginado por los indígenas. Realmente se sentían impotentes y derrotados», relata la hermana Mariblanca Barón.
Luego del primer desalojo a finales de los años 70, muchos ava guaraní paranaenses se enfrentaron a circunstancias desconocidas como el hambre y las enfermedades.
Una vez asentados, los ava paranaenses enseguida se dieron cuenta de que no había fuente de agua cercana. La tierra no era buena para los cultivos, los pocos montes alrededor ya no tenían animales que cazar, y a los pocos que les quedaron de los traslados no tenían con qué alimentarlos. En el lugar, el Gobierno también reubicó a otras comunidades indígenas ava paranaenses como a los de Santa Teresa, Puerto Adela y Marangatú, con sus propios líderes, lo que aumentó la tensión entre los propios indígenas, más aún cuando el hambre empezó a calar hondo.
Una vez al mes, miembros del Proyecto Guaraní llegaban con raciones de harina fea, grasa rancia, poroto viejo que se terminaban a los pocos días. Esto causó estragos en la salud y provocó la muerte de muchas personas, sobre todo niños y ancianas. «Tuvimos enfermedades que nunca antes nos habían agarrado. Llagas, leishmaniasis. La mayoría empezó a migrar a los un año, nosotros aguantamos dos años”, cuenta Cristóbal Martínez.
En su desesperación llegaron a comer cuero de tapir hervido, pindó maduro y coco. La tierra era arenosa, y si no fuera por la ayuda de indígenas de Vacaretã, que les daban mandioca y maíz, hubieran muerto todos de hambre.
Finalmente, los Martínez y otros miembros de su comunidad decidieron migrar a Arroyo Guasú, a unas tierras compradas por la Pastoral lndígena de la Iglesia para los ava guaraní. Allí entraron agradecidos por el recibimiento, pero también con la promesa firme de que volverían a su verdadero tekoha, su tierra ancestral: Sauce.
Sauce es un lugar de resistencia en el este de Paraguay, área que comprende la mayor zona de producción sojera en el país.
Un sauce renace a orillas del Paraná
Los sauceños no olvidaron la promesa de que sus tierras serían devueltas. El retorno era un tema recurrente entre Cristóbal Martínez y su comunidad. Comenzaron a hacer averiguaciones y expediciones para saber del estado de sus tierras.
Escucharon el rumor de la existencia de más de mil hectáreas de tierras fiscales ubicadas frente a la Reserva Limoy de Itaipú, lo que los empujó a aventurarse. Luego de más de 30 años, en agosto de 2015, volvieron a Sauce.
Encontraron, en una cruz, la posible tumba del abuelo de Amada –Juanito Martínez–, señal de que estaban en su antiguo cementerio. También se toparon con árboles de naranja y mandarina, caña de azúcar y horcones de caza enterrados, rastros de sus vidas de décadas atrás.
Instalados allí, levantaron su templo sagrado, con hojas de pindó. Para enseñar, Amada Martínez gestionó un rubro de una escuela de Itakyry que se había quedado sin alumnos. El intendente de San Alberto, municipio donde está ubicado Sauce, donó pupitres. Las familias reconstruyeron sus casas, chacras, los pozos de agua, los gallineros. Un nuevo Sauce renacía, y así la vida ava paranaense en tierra originaria.
Estudios ambientales afirman que la instalación de grandes hidroeléctricas son nocivas para el medioambiente afectando los nutrientes de la tierra y los cursos de agua.
Pero los trabajadores brasiguayos de los cultivos mecanizados cercanos y los policías de la zona no vieron con buenos ojos el reasentamiento. A un mes de celebrar un año de la restauración de la comunidad de Sauce, se dio el violento desalojo. Pero los sauceños no se rinden. El nuevo lugar donde están, al interior de la Reserva Limoy, los ha puesto cara a cara con el verdadero responsable de su situación: la hidroeléctrica Itaipú.
Los guardiaparques intimaron inicialmente a los sauceños. Pero al no tener adónde ir se quedaron en el sitio, y solo mediante la visita de una comitiva parlamentaria lograron que se instale una mesa negociadora con las instituciones estatales responsables de su situación, la que ha decidido que hasta que se resuelva el conflicto, pueden permanecer en el lugar.
A casi un año del violento desalojo, el pasado 18 de agosto la comunidad se retiró de la mesa negociadora, porque ninguna de las instituciones cumplió sus promesas. Pero continúan exigiendo la recuperación de su territorio y que el Estado cumpla con sus obligaciones.
Cristóbal Martínez dice que no pueden respetar un acuerdo que ya se ha roto, y que deben hacer lo necesario para poder sobrevivir.
Cae otra tarde en la reserva. Dos jóvenes y un niño de la comunidad han desaparecido en el monte. Fueron a cazar el día anterior y no han vuelto. Las mujeres están preocupadas. Los hombres confían en que aparecerán. Bromean imaginando titulares de prensa: «Indígenas se pierden en su propio hábitat».
Finalmente los tres retornan con dos coatís cazados. Cuentan que se habían perdido en la espesura del monte por culpa del pombero, un ser mitológico del bosque. Tuvieron que pasar la noche despiertos esperando que amanezca. La comunidad celebra y comienza el faeno de los animales, una pequeña victoria en la lucha por el derecho a vivir. La sonrisa brilla entre los niños, adultos y ancianos, tres generaciones que contienen la memoria de un pueblo que se ha rebelado al destierro.
Treinta años después de haber sido expulsados, la comunidad de Sauce ha vuelto a su lugar de origen para defender a la naturaleza y el derecho a vivir en armonía con ella.