Futuros

La historia del fundador de un pueblo cuyos hijos buscan tierra para vivir

Mariano Castro midió, carpió, cortó, cosechó y luchó por su familia. Así se ocupa la tierra, se construyen asentamientos y se crean pueblos en Paraguay.

Reportaje Flavia Borja · Edición jazmín acuña · juan heilborn · Fotografía Melanio pepangi ·

Mariano Castro tiene en su rancho una casa con cinco habitaciones, un corral con gallinas y otro con cerdos; tiene nueve vacas y un depósito con seis toneladas de maíz que él mismo cosechó. Tiene en su historia la fundación de su pueblo: Yby Pytã. Tiene cincuenta y cinco años, los ojos rasgados, la mirada apacible y la expresión vulnerable. Tiene un hijo preso y otro asesinado. Tiene decenas de árboles frutales, una cocina a leña y una cosecha reciente de enormes zapallos anaranjados. Tiene un matrimonio con Élida Benítez, con quien tuvo ocho hijos, y tiene cinco nietos. Pero hay algo que Mariano Castro no tiene: un papel que le asegure la tierra.

Es una mañana de sábado de invierno soleado y caliente, como suelen ser los días de invierno en Paraguay. Mariano Castro está en la chacra, como siempre lo hace, antes de que el sol amanezca. Es un hombre que de vez en cuando sonríe tímidamente, con pudor. Nació en la ciudad de Caacupé en 1962, un año antes de la creación del Instituto de Bienestar Rural (IBR) y de la promulgación del Estatuto Agrario, hechos que marcarían su vida.

Mariano Castro lleva la fundación de pueblos en su sangre, el primer ocupante de tierras en su historia fue su padre, Enrique Castro. 

Toma una silla, la acomoda con delicadeza a la sombra de una planta de pomelo y se sienta. De fondo, suena una polca de una radio comunitaria. Reposa su delgado cuerpo sobre uno de sus brazos y recuerda a su padre Enrique Castro, el primer ocupante de tierra de su historia personal. Según los cálculos de Mariano, cuando tenía dos o tres años, su padre dejó su casa en Caacupé en busca de una parcela para cultivar y así mantener a él y a sus hermanos.

Emprendió camino a Caaguazú, una de las zonas de mayor colonización de la reforma agraria, un modelo de desarrollo que la región entera discutía en la década del sesenta y que organismos internacionales se pronunciaban a favor, explica el sociólogo y antropólogo Kregg Hetherington en su libro Auditores Campesinos. En esas circunstancias, el dictador Alfredo Stroessner impulsó dicha reforma en Paraguay, la que técnicamente debía adjudicar a cada familia campesina un lote de al menos diez hectáreas. Pero en el proceso serían adjudicadas de forma irregular varias familias amigas del dictador. Hoy en día, el campesinado se refiere a estos terrenos como «tierras malhabidas», y reclaman que sean devueltas a trabajadores del campo que verdaderamente las necesitan. Algunos cálculos, como el de la Comisión de Verdad y Justicia, estiman que son alrededor de 8 millones de hectáreas de tierras malhabidas, el tamaño de Panamá.

Enrique Castro volvería a emigrar más al este para instalarse definitivamente en Curuguaty, en el departamento de Canindeyú, fronterizo con Brasil. Tiempo después, Mariano Castro ya estaba casado con Élida Benítez y tenía seis hijos. Las diez hectáreas de su padre no alcanzaban para producir alimentos y renta para él, sus siete hermanos y sus respectivas familias. Durante un verano, entre 1996 y 1997, con poco más de treinta años, repitió la historia de su padre y ocupó tierras. Junto con otras setenta personas, ingresó a un sitio de más de mil hectáreas llamado por entonces Alemán Kue. En Paraguay, la ocupación inicia con el nombre. Alemán Kue significa «que era del alemán», pero que ya no lo es.

Ese lugar, que hoy lleva el nombre de Yby Pytã I, y otras cuatro compañías o barrios rurales, en 2013 formaron parte del municipio de Yby Pytã, a 250 km de Asunción. Rubén González Campuzano, el actual intendente del municipio –que tiene 33 escuelas públicas y cuatro Unidades de Salud Familiar (USF)–, reconoce que estas comunidades formalmente reconocidas por el Estado fueron inicialmente ocupaciones.

Para Mariano Castro la tierra es de quien la trabaja. Y para trabajarla primero hay que ocuparla.

«La gente entraba nomás, y así ganaba la tierra; todas las comunidades del distrito de Yby Pytã son así. Britez Kue, San Luis, Karupera, Yby Pytã I y Yby Pytã II, todas son así», dice el intendente, que conoce a Mariano Castro desde hace más de dos décadas porque, como él, de joven fue ocupante de San Luis, una de las primeras comunidades de Yby Pytã.

Alemán Kue tenía dueños, pero Mariano Castro cuenta que según el Estatuto Agrario, ese territorio tenía las características de un latifundio improductivo –una gran extensión de tierra en desuso–, expropiable legalmente. Además, para él la tierra es de quien la trabaja, y para trabajarla primero hay que ocuparla.

Mariano Castro arrancando mandarinas de una de las decenas de plantas que tiene en su casa. Él ofrece los frutos de su tierra a todos los visitantes que llegan hasta ella, en Yby Pytã I.

Un mundo ocupado

La ocupación ha sido el camino natural del campesinado para acceder a la tierra. «No hay asentamiento o comunidad en este país que haya nacido sin una ocupación previa», dice Perla Álvarez, campesina integrante de la Coordinadora Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas (Conamuri). La investigadora Mirta Barreto, quien escribió varios libros sobre el problema de la tierra en Paraguay, coincide en que la mayor parte de las tierras conquistadas por mujeres y hombres del campo han sido producto de ocupaciones.

Nuestra región y otras partes del mundo vivieron, en diferentes momentos, históricas ocupaciones que dieron origen a nuevas poblaciones, como el caso de los municipios Ireno Alves y Marcos Freire en el estado de Paraná, Brasil. Ambos distritos nacieron de la que en su momento fue la mayor ocupación en la historia de la zona. Una mañana de abril de 1996, el mismo año en que Mariano Castro y sus compañeros comenzaban la ocupación de Alemán Kue, carpiendo este terreno de poco más de mil hectáreas, tres mil familias brasileras ocupaban ochenta mil hectáreas de tierras del aserradero Araupel.

El clamor por la reforma agraria en el siglo pasado también fue europeo. En marzo de 1936, decenas de miles de campesinos de Extremadura, una comunidad autónoma de España, ocuparon unas 250 mil hectáreas de tierra. Desde la década del 60, la gente comenzó a ocupar terrenos vacíos o edificios abandonados en las ciudades para hacer efectivo el derecho a la vivienda. En Barcelona, la primera ocupación urbana se produjo en 1984. Para 2007, había aproximadamente 200 casas ocupadas en esa ciudad. Actualmente, los okupas representan a un movimiento social con proyectos colectivos fuertes, a pesar de la vulnerabilidad legal en la que se mueven. En el Reino Unido, el Gobierno británico estimó que había aproximadamente 20 mil ocupantes y 650 mil propiedades vacías. Allí, ocupar se considera parte de una tradición histórica.

Mariano y Élida comparten el mate de las mañanas bien temprano. Luego ella ordeña una vaca para el desayuno y libera a las demás para pastar.

Así se funda un pueblo

Medir, carpir, cortar, tirar. Sembrar, criar animales de corral, despertar y repetir toda la acción. Así se ocupa la tierra, se construye un asentamiento, y se fundan pueblos. Mariano Castro lo sabe porque durante año y medio lo hizo. Dieciocho meses en los que caminó 35 kilómetros desde Curuguaty hasta Alemán Kue, en medio de una caravana de hombres jóvenes y maltrechos de tanto carpir, cortar, tirar, volver a carpir, volver a cortar y volver a tirar.

Doscientos metros de frente y quinientos de fondo tenía la primera apertura que hicieron en el terreno. Si bien ya no quedaban troncos grandes porque los aserraderos de la zona habían acabado con ellos, todavía quedaba un matorral que les dio bastante trabajo. Los ocupantes estaban organizados en comisiones: Naranjaty, Puerto Hũ y Yasy Cañy. Cada una instaló una carpa y preparó una huerta comunitaria de dos hectáreas para poder subsistir mientras lograban establecerse.

La travesía hasta consolidar la ocupación no fue fácil. «Muchas veces mis hijos preguntaban por qué no estaba, por qué les abandonaba. En varias ocasiones pasaron quince días, y como no había medios, y a pie era muy pesado, a veces pasaba mucho tiempo sin ir [a la casa]», recuerda Mariano sobre el tiempo que estuvo ausente para preparar el asentamiento.

Élida Benítez ordeña una de las nueve vacas que le quedó a la familia después de la masacre de Curuguaty. 

El ritmo de trabajo y el miedo a la represión doblegó a algunos ocupantes, que abandonaron el proyecto. Mariano Castro resistió. Dice que le ayudó su paso por el Servicio Militar Obligatorio, porque mediante eso conocía el manejo de los militares que amenazaban con desalojos. Además, sus ganas de tener un lugar propio eran más fuertes que el miedo a la represión. Por y para su familia construyó con sus propias manos el asentamiento donde vivirían.

De a poco, el lugar tomó forma y cada integrante de la expedición fue marcando sus diez hectáreas, como lo establecía el Estatuto Agrario. Mariano Castro armó su parcela a la par que trabajaba para la comunidad. Plantó mandioca, poroto y maíz. Llevó algunos animales de corral. Construyó una pequeña casa, con paredes de carrizo (tacuara) y techo de tablitas que él mismo cortó.

Una vez establecidos en el asentamiento que Mariano construyó con sus propias manos en 18 meses, la familia armó su parcela, donde plantan mandioca, poroto y maíz.

Cuando el asentamiento estuvo listo, volvió a Curuguaty por última vez. Preparó a su familia, y una mañana de Navidad emprendieron camino a la que sería su nueva casa.

La vida transcurrió rutinaria en el asentamiento. Mariano Castro se dedicaba a la chacra y a tratar de regularizar la tenencia de la tierra de su comunidad en el IBR, institución estatal encargada de la distribución de parcelas a las familias campesinas.

Cada tanto, dos o tres personas viajaban a Asunción para conseguir los títulos de propiedad del asentamiento. Pero ni ciento treinta viajes –costeados por los pobladores– ni una sanción de la Cámara de Diputados en 1998, a favor de la expropiación, fueron suficientes. El IBR, que tenía la facultad de indemnizar a los propietarios originales, no pudo concretar el pago. Los propietarios nunca aparecieron y con ello la posibilidad de acceder a los títulos se estancó.

La ocupación ha sido el medio del campesinado para acceder a la tierra, y la familia de Mariano viene aplicando este medio hace tres generaciones.

Una tradición interrumpida

En 2012, a Mariano no le dio miedo cuando tres de sus hijos, Néstor, Adalberto y Adolfo Castro, decidieron ocupar tierras para cultivarlas y tener allí a sus familias. Lo harían tal como lo hizo él, y tal cual lo hizo Enrique Castro, su padre. «Desde que tengo memoria, y papá también siempre nos dijo, el Gobierno no provee tierra a los campesinos, sino que los campesinos se organizan, entran a la tierra, se acomodan y así se consigue», dice Rodolfo Castro, de 31 años, alto y delgado como su padre.

Bajo las mismas premisas de Mariano Castro para elegir en su momento Alemán Kue, sus hijos eligieron Marina Kue, un terreno del Estado al otro lado de Yby Pytã I.

Pero la mañana del 15 de junio de 2012, Néstor, Adalberto y Adolfo Castro se encontraron con 324 policías de distintos rangos y divisiones que ingresaron a Marina Kue para desalojarlos. Seis policías y 11 campesinos fueron asesinados durante el desalojo, entre ellos Adolfo. Néstor fue condenado a 18 años de cárcel luego de un cuestionado juicio donde solo se investigaron las muertes de los policías. Un informe del Congreso sobre el caso Curuguaty resalta que el desalojo lo pidió la empresa Campos Morombi, del hoy fallecido empresario y político colorado Blas N. Riquelme, uno de los tantos amigos del dictador Stroessner que fueron beneficiados irregularmente con tierras destinadas a la reforma agraria. Según el informe, los registros muestran que las tierras no estaban bajo la titularidad de Blas N. Riquelme, y a pesar de ello un juez dio lugar al desalojo.

Al entrar a Marina Kue se pueden ver las cruces de los once campesinos y seis policías caídos el 15 de junio de 2012. 

Después del 15 de junio, Mariano Castro abandonó la chacra para dedicarse enteramente a la lucha por la liberación de sus hijos Néstor y Adalberto en la ciudad de Asunción. Apenas le quedó tiempo para hacer el duelo por la muerte de su hijo Adolfo. Pasó años entre papeles, cuentas y cámaras de televisión. Las veintinueve vacas que tenía las vendió una a una para costear gastos médicos y legales de sus hijos sobrevivientes. Protestó muchos días frente al edificio del Poder Judicial. Se encadenó, marchó y defendió a los suyos con todo lo que tuvo y pudo. Cuando sus hijos iniciaron una huelga de hambre en 2014, fue como verlos morir lentamente, pero los acompañó firme.

«En el Paraguay no hay justicia, y menos para los pobres. Mis hijos siguen en huelga de hambre y yo los apoyo. No dejaremos de luchar», declaraba en aquel entonces Mariano Castro a la prensa, mientras en sus brazos sostenía a la hija de Néstor.

«Gracias a Dios no pisamos la cárcel por ladrones, aunque sí por querer tierra, lo que nos parece una injusticia», dice Rodolfo Castro mientras lo rodean un montón de niños y niñas.

«Mariano Castro, junto con sus familiares, se encuentra en la capital desde hace 22 días acompañando a sus hijos, que en los últimos días ya resentían el largo periodo sin alimentarse», señalaba un periódico cuando finalmente concedieron prisión domiciliaria a Néstor y Adalberto, luego de la huelga de hambre que duró 58 días. Aquel día, Mariano vestía una remera negra con la inscripción «¿Qué pasó en Curuguaty?», y extendió sus brazos a ambos lados para abrazar a sus dos hijos.

«En todas las acciones en que él participaba, su motivación también eran sus nietos; por ellos, él estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de sacarle a sus hijos de ese enredo», cuenta el abogado Abel Areco, que formó parte de la Articulación Curuguaty, un espacio de organizaciones de la sociedad civil que trabajan en el caso, y que conoció a Mariano en medio de su lucha. «Su foco cambió de deseo de tierra a la libertad de sus hijos», relata el abogado. Para la historiadora Margarita Durán Estragó, que también siguió de cerca la lucha de los campesinos de Marina Kue, Mariano Castro es un ícono, «un emblema, un representante genuino de la lucha por la tierra».

Solo una cosa hizo que Mariano Castro dejara la lucha en la ciudad y retornara a la chacra: la posibilidad de que su familia y él pasaran hambre.

Hijos y nietos de Mariano Castro en Marina Kue, un sábado a la tarde luego de una reunión de los nuevos pobladores del asentamiento. 

Una nueva ocupación, un futuro pueblo

A medida que el sol se enrojece y se apaga, algunas personas entran a pie, en bicicleta o en moto a Marina Kue. Son los nuevos ocupantes, entre quienes están Adalberto y Rodolfo Castro.

«Gracias a Dios no pisamos la cárcel por ladrones, aunque sí por querer tierra, lo que nos parece una injusticia», dice Rodolfo mientras lo rodean un montón de niños y niñas.

Hoy Marina Kue es un asentamiento con lotes fraccionados en los que se planta todo tipo de alimentos de subsistencia y de renta. Rodolfo Castro dice que, por ahora, nadie les molesta, ni la poderosa familia Riquelme, que asegura ser propietaria de la tierra en disputa. Cree que las autoridades van a olvidarlos allí, lo que significa que posiblemente no habrá más represión, pero tampoco títulos de propiedad.

La noche llegó fresca, pero Élida Benítez se guarece en el calor del fogón a leña que tiene en su pequeña cocina repleta de maíz y mandioca. Ella, al igual que Rodolfo, piensa que no pueden estar tranquilos mientras no tengan título de propiedad. A pesar de su miedo, su plan es morir allí, en el hogar que construyó con Mariano Castro durante más de veinte años, porque, ¿a dónde más irían?, se pregunta.

El domingo amanece soleado y el vendaval atropella todo lo que está en el patio posterior a la casa. A Mariano le gusta compartir con Élida el mate de las mañanas, muy temprano, antes de que ella ordeñe una vaca para el desayuno y libere a las demás para pastar.

Después de la masacre de Curuguaty, Mariano abandonó la chacra para dedicarse a la lucha por la liberación de sus hijos Néstor y Adalberto. Una de sus motivaciones más grandes fueron sus nietos.

Mariano Castro se para firme contra el ventarrón en una parcela de mandioca formada por sesenta líneas con 150 plantas cada una. Es la siembra de noviembre de 2016, que si no surgen imprevistos, crecerá hasta el año y cinco meses, el punto perfecto de la mandioca, según su experiencia. Al lado, otra parcela está casi lista para una nueva siembra. Allí cabrán, estima, más de cien líneas de sesenta plantas cada una.

Se levanta todos los días a las cuatro y media de la mañana para ganarle al sol, desayuna y va a la chacra, ese lugar donde amanece y anochece, donde vive y muere en largas jornadas de carpida, arada o disqueo, donde lucha desde hace más de dos décadas contra el destierro.

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