Cuando en agosto de 2017, como casi todos los años, mujeres y hombres del campo ocuparon plazas y calles de Asunción, la ciudad apartó la mirada. La ciudad, ese espacio de diálogo donde se deberían encontrar perspectivas y sintetizar propuestas de futuro común –proyectos de país– se negó a reconocer a quienes hacen más de un tercio de la población. Es que el acto de mirar garantiza la existencia y la empatía. Cuando nos vemos, somos, y nos podemos poner en el lugar del otro. Pero la ciudad, una vez más, decidió esquivar el conflicto que define el presente de Paraguay, y de cuya resolución depende su futuro: el conflicto por la tierra.
Es más fácil creer que este problema es ajeno cuando tres grupos empresariales concentran casi todos los medios masivos de comunicación. Sus intereses particulares –corporativos– se presentan como universales en los titulares de diarios y los zócalos de noticieros. Ellos marcan el tono de la conversación nacional. La ciudad reproduce sus falacias. Ellos dictaminan qué proyectos de país se mantienen. La ciudad finaliza el trabajo de condenar a los «otros»: poblaciones enteras que no caben en sus proyectos, como el campesinado, como las comunidades indígenas, como los bañadenses.
Un arreglo económico que necesita mucha tierra, poca gente y ningún árbol, arrebata a estas personas de su fuente de trabajo, de su identidad. Al descartar su modo de vida, profundamente ligado a la tierra, se las exilia de la visión de futuro que unos pocos diseñan para unos pocos. Su destierro es tan material como existencial.
Contradicciones y resistencias marcan sus vidas, a las que esta serie de crónicas trata de acercarse. Son personas como Rodolfo Castro, descendiente de ocupantes, que necesita una parcela para vivir, en un país que destina 94% de sus tierras fértiles a cultivos como la soja que comen cerdos chinos. Son campesinas como Gregoria Fernández, que desafía la expansión territorial brasilera con su vida, a pesar de que el Estado paraguayo la hostiga con plomo de balas. Dice que de su pueblo, Guahory, la tendrán que sacar para llevarla al cementerio, que de allí no se va. Son desterrados como Severiano Ruiz Díaz, que para comer, no va al supermercado. Siembra la tierra. Pero lo que cultiva no llega a las góndolas. Entre caminos maltrechos, acuerdos injustos con intermediarios y un Estado ausente, pierde chances de vender sus alimentos a un país que tiene niños y niñas con hambre.
La serie Los desterrados no van al supermercado les retrata: gente que vive de la tierra y que lucha por evitar el abismo que los pocos planifican desde la ciudad. La serie es un esfuerzo por hacer lo opuesto a esquivar la mirada. Puede resultar incómodo, a veces aterrador. El abismo lo es. Pero solo en la capacidad de reconocer a los otros –a los desterrados– hay chance de futuro para todos y todas.