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La niña guerrillera que quería estudiar

La dictadura estronista detuvo a 394 niños y niñas. Apolonia Flores fue una de ellas.

Los ojos de Apolonia brillan cuando ve a José, el menor de sus hijos, en el caminito de tierra roja que lleva a su casa. Vuelve de otra mañana en la escuela.

José tiene doce, la misma edad que tenía ella cuando hace 39 años decidió abandonar su hogar porque quería estudiar. No sabía que esa decisión le dejaría profundas marcas de balas en el cuerpo.

Tampoco sabía que se convertiría en uno de los 394 niños que fueron perseguidos y detenidos por la dictadura estronista.

Sus fichas están en el Archivo del Terror.

Mientras prepara un caldo de gallina casera, recuerda que tenía 7 años cuando su familia abandonó Misiones. Su papá le dijo que ya eran muchos, que allí no podían cultivar y que irían a buscar futuro en otro lugar.

Gracias a las gestiones con el Instituto de Bienestar Rural (IBR), ocuparon unas 500 hectáreas en Acaraymi, Alto Paraná, con otras familias campesinas con las que compartían todo. Sonríe mientras recuerda al bosque y los animales que también poblaban el lugar.

Sonríe hasta que recuerda lo difícil que era estudiar. Todos los días se enfrentaba a dos obstáculos: el río Acaray y el estigma.

Para llegar a la escuela más cercana debía ir en canoa. Una vez allí, tenía que escuchar a sus maestras decirle que ese no era lugar para ella, que no admitían a hijos de comunistas.

Pronto las cosas empeoraron. La esposa de un general reclamaba las tierras del asentamiento como suyas.

Apolonia vio a los militares quemar sus casas, destruir sus cultivos, matar a sus animales. Hartos de las agresiones, un grupo de la comunidad decidió viajar a Asunción a protestar. Ella también quiso ir.

Le preguntaron qué haría con ellos una niña. Le dijeron que era muy joven, que quizá no vuelvan, que quizá los maten. Que el dictador Stroessner no perdona a los que se rebelan contra él.

Nada de eso le importaba a Apolonia. Les dijo que moriría en el asentamiento de todas formas. Prefería morir reclamando con ellos por querer estudiar que quedarse allí.

Su mamá, Genara Rotela, se opuso entre llantos, pero Apolonia insistió y le pidió la bendición. La señora cedió y le preparó un bolso con su ropa.

Apolonia preparó otro con sus lápices y cuadernos.

El 8 de marzo de 1980 abandonó Acaraymi junto a 19 campesinos, entre los que había dos menores de edad más. No sabía que por mucho tiempo no volvería. Ni que a diez de sus compañeros la dictadura estronista desaparecería.

Recuerda que subió a un bus que tomaron por asalto para viajar en la ruta, que pronto fue interceptado por la policía.

Así inició una persecución feroz que duraría días, a la que se sumaron 5.000 policías, militares y milicianos del partido Colorado. La represión quedaría en la historia como el Caso Caaguazú.

Apolonia recuerda que bajaron en Campo 8, en el departamento de Caaguazú. Que se metieron al monte huyendo de los policías y que durante días deambularon escondidos, comiendo hasta maíz crudo para saciar el hambre.

Finalmente decidieron separarse en grupos para que no los atrapen a todos juntos.

Apolonia quedó en el grupo de Victoriano Centurión, un conocido dirigente campesino, Apolinaria González y Mariano Martínez. Pero no por mucho tiempo.

Todos lograron huir de los disparos de los militares menos Apolonia. Ella recibió seis balazos.

Gravemente herida en el suelo, hizo todo lo que pudo para pasar por muerta hasta que los militares le bajaron el pantalón que llevaba puesto. «¡Que nadie se atreva a tocarme!», les gritó.

Pero se atrevieron. Y le tocaron. Y le pegaron. Y le violaron.

Luego la llevaron hasta un hospital en la ciudad de Caaguazú, donde una enfermera creyó que era bruja al ver sus heridas, sorprendida de que siguiera viva.

En la ambulancia que luego la llevó a Asunción escuchó al chofer decir que, si moría en el camino, tenía la orden de deshacerse de la niña tirándola al costado de la ruta. No sabe cómo, pero en algún momento logró dormirse.

Apolonia despertó desorientada en Asunción, internada en el hospital policial. Recordaba poco y no sentía las piernas.

Preguntó qué le había ocurrido a una enfermera. Le respondió que ya la daban muerta. Preguntó por su hermano, y le dijo que fue asesinado con sus compañeros. Apolonia se largó a llorar sin consuelo.

Los días pasaron hasta que el día de su cumpleaños, el 18 de abril, una enfermera le dijo que le darían un regalo. Apolonia no entendía a qué se refería porque nunca había recibido uno.

En el quirófano le esperaban para operarle las heridas.

Más días pasaron hasta que le avisaron que tendría una visita del dictador, ocasión para la que le bañaron y vistieron. Stroessner llegó con una tentadora oferta.

Podía estudiar por todo el tiempo que desee lo que quisiera, le dijo, siempre que aceptara quedarse en Asunción y dejar para siempre Acaraymi y su comunidad. Apolonia no le respondió una sola palabra.

Dos semanas después Stroessner volvió con la misma oferta y una amenaza: si no le hablaba, la mandaría a la cárcel. Apolonia habló.

Le dijo que tenía razón, que si dejó su comunidad fue porque quería estudiar. Le preguntó por qué sólo pensaba en ella y no en todos sus compañeros. Apolonia le aseguró que no se quedaría en Asunción y que volvería junto a sus padres y hermanos.

Tu gente ya está muerta, le respondió Stroessner.

Le dijo que de todas formas volvería a su casa. Sin miedo y sin dudas, Apolonia rechazó la oferta.

Durante un año estuvo presa en el Buen Pastor. Llora de emoción al recordar lo que sintió el día que su mamá fue a verla. Creía que ya estaba muerta.

Volvió con su papá a Acaraymi, donde la esperaban con una pequeña fiesta. También volvió a caminar.

De la dictadura le quedaron secuelas visibles en el cuerpo a las que ella llama «el mapa de Stroessner», un dolor en las piernas que en algunos días la deja postrada y el antecedente de «guerrillera» en los registros policiales.

También le queda la pregunta de qué hubiera sido de ella si estudiaba. Quería ser abogada para solucionar el conflicto de su comunidad con la tierra. Hasta hoy, Apolonia no tiene un título de propiedad.

texto jazmín acuña · edición juan heilborn · ilustración lorena barrios